FUENTE: https://www.jotdown.es/2013/07/la-vida-sexual-en-la-union-sovietica/
La vida sexual en la Unión Soviética
Publicado por Álvaro Corazón Rural
En la época de Stalin la frigidez femenina era un fenómeno masivo. Conviene recordar a tal fin que la mejor manifestación de feminidad quedaba inmediatamente catalogada como decadente y burguesa. Si una mujer usaba lápiz de labios o se atrevía a lucir prendas abigarradas, ya podía estar segura de sufrir las agresiones verbales de los transeúntes y de tener que presentarse en una reunión de las juventudes comunistas o del sindicato, donde la censuraban. Si a este factor ideológico le añadimos la tradicional docilidad y el aplastamiento de la mujer, comprenderemos cómo ha podido ocurrir que una actitud indiferente con respecto al sexo haya llegado a ser un modelo de comportamiento femenino.
En enero de 1977, Simone de Beauvoir inició una campaña para
exigir la liberad del médico endocrinólogo Mijail Stern, miembro del Partido
Comunista, condenado a trabajos forzados en un campo de concentración
soviético. Estaba acusado de recibir sobornos y envenenar niños (sic), además
de no disuadir a su hijo de que emigrara a Israel, como le había pedido el KGB
que hiciera. En marzo de ese año fue puesto en libertad y obtuvo permiso para
salir de la URSS con su familia. En París, en 1979, publicó este libro.
La vida sexual en la Unión Soviética no es un análisis como
La tragedia sexual americana de Albert Ellis, un trabajo que era el resultado
de un estudio metódico de la cultura popular, estadísticas fiables y encuestas
a grupos de pacientes. La obra de Stern es un compendio de recuerdos y
deducciones sin más rigor científico que el de la propia experiencia de este
médico en la URSS. Está, además, escrito desde las tripas. Su autor, que ya
soportó la represión estalinista, estaba recién salido de un campo de
concentración en los 70, por lo que no le tenía mucha simpatía precisamente al
comunismo en ese momento.
Muchos de los casos que reunió no pueden considerarse como
exclusivos de la URSS, pero hay cuestiones de fondo que sí que pueden servir
para formarse una idea de lo que era aquello desde el punto de vista sexual.
Solo hay que separar el grano de la paja, con perdón de la expresión en este
contexto.
Eso sí, antes, hay que tener en cuenta lo que supuso la
Revolución rusa. Con los bolcheviques, el país pasó en gran parte de su
territorio del feudalismo al desarrollo industrial en un plazo muy breve de
tiempo. La mentalidad campesina seguía presente en una población que tenía que
demostrar al mundo que estaba formada por hombres de una nueva sociedad. Este
proceso, el cambio que se llevó a cabo, se hizo a base de propaganda,
adoctrinamiento y represión.
Además, a las penurias que arrastraba el país cuando estaba
subdesarrollado, hubo que añadir una guerra civil, la peor parte de una guerra
mundial, el estalinismo en toda su crudeza y, en muchas regiones, las consecuencias
de las políticas de colectivización del campo. Se sacrificaron varias
generaciones para llegar a la sociedad soviética de los 60 y , que gozaba de
estándares de vida que, por duros que fueran, nunca se habían dado en el país,
y que tenía cierta estabilidad económica y servicios básicos de Educación y
Sanidad aceptables. Para todo eso, coinciden los historiadores, murieron
millones, fueron encarcelados miles y los supervivientes, viene a explicar
Stern, pues no eran prodigios de equilibrio mental y estabilidad emocional.
Todo esto tuvo su reflejo en el sexo.
No obstante, sin que hubiera mediado una revolución sexual,
las diferencias culturales en torno al sexo que presentaban los adolescentes de
los 60 y 70 con respecto a sus padres y abuelos eran abismales. De algún modo,
hubo una evolución silenciosa. Comenta Stern que era la propia de los países
industrializados, aunque le añade un fenómeno característico: al joven
ciudadano soviético no le quedaba más espacio para la rebeldía que su parcela
sexual. No podemos comprobarlo.
En realidad, el destape propiamente dicho, no se produjo
hasta la llegada de Glasnost de Gorbachov, cuando empezó a circular pornografía
libremente, aparecían desnudos en televisión y se intentó difundir cierta
educación sexual. Pero esto ocurrió a finales de los 80. Antes, telita.
Veámoslo.
Los rusos ancestrales
Había una mujer tan borracha que se cayó al salir de la
tienda, y destapada quedó dormida en plena calle a la luz del día, cosa que
aprovechó un moscovita tan borracho como ella para acostarse a su lado y, tras
haberla utilizado, durmióse igualmente a la vista de todos. Los transeúntes no
dieron más que en reír hasta que un anciano, afligido por el espectáculo, los
cubrió con su chaqueta. (Adam Olearius, Viajes de un bibliotecario alemán por
la Rusia del siglo XVII)
El sexo no era considerado como una actividad culpable entre
los campesinos rusos. Existían múltiples canciones populares de carácter sexual
e incluso fiestas aldeanas donde se llegaba a relaciones libres entre ambos
sexos. Tampoco estaban mal vistas en algunos casos las relaciones preconyugales.
Pero todo en el contexto de una sociedad patriarcal y machista hasta el
extremo.
El domostroi, una especie de regla de vida doméstica del
siglo XVI, recomienda que el marido azote a la mujer evitando que los golpes
dañen la cabeza o las partes sensibles (…) Pegar a una mujer era algo más que
una realidad corriente, era un acto arquetípico, una especie de modelo ideal,
digno incluso de ser cantado por el folklore.
La revolución roja… y
rosa
Cuando llegó la ruptura, durante los primeros meses de la
revolución leninista, en los años 20, hubo un periodo de locura colectiva. La
subversión política y económica, con el hundimiento de las instituciones
tradicionales, llegaba también de la mano de un deseo de liberación sexual.
Hubo manifestaciones de nudistas. Se crearon ligas del amor libre. La juventud
estaba exaltada.
Moscú. 1922. Un tropel de hombres y mujeres desnudos se
manifiesta por las calles. Hay mujeres que sostienen una pancarta confeccionada
a toda prisa, mientras que algunos hombres llevan flores. Varias mujeres andan
cogidas de la mano y cantan, con el rostro cubierto de júbilo:
—¡Amor, amor!
—¡Abajo la vergüenza, abajo la vergüenza!
Los transeúntes observan petrificados, presa de una
indignación virtuosa o de un éxtasis gozoso. A ratos, hay alguna mujer que se
despoja de sus ropas y que se une a la manifestación. Un chequista, con torva
expresión, duda si no convendrá disparar al bulto.
En las juventudes comunistas comienza a gestarse la opinión
de que el sexo es una necesidad más que hay que satisfacer como el hambre o el
sueño, sin santificarlo, sin mitos. El sexo tiene que ser como compartir un
pedazo de pan, sostuvo un miembro del Komsomol citado por el autor. Hasta llegó
a haber bodas a tres. El poeta Vladímir Mayakovski, cita, protagonizó una de
ellas y se casó con una pareja, los Brik.
Los celos pertenecen al pasado. Desterramos de nuestra vida
sentimental el sentimiento de propiedad. Quien aspire a la libertad por sí
misma, debe admitirla también en un compañero. (Alejandra Kollontai, dirigente
del Partido Comunista)
Aunque la liberación no estuvo exenta de pinceladas
dramáticas. En algunas regiones se pretendió que las mujeres solteras se
inscribieran en oficinas del “amor libre” donde tenían derecho a elegir esposo
entre todos los hombres de 19 a 50 años. O viceversa, ser elegida. “A partir de
los 18 años de edad, toda muchacha queda declarada de propiedad estatal”, decía
un decreto del soviet de las ciudades de Vladimir y Saratov.
A los campesinos, con estos cambios, les daba taquicardia.
Pero su lucha tampoco pretendía combatir las conductas liberales, sino algo
mucho más simple: el pérfido divorcio. Eso de que una mujer se pudiera separar
del marido era, ante todo, un golpe a la explotación común de las granjas.
Aunque se dieron casos de campesinos que se adaptaron. Se casaban cuando se
iniciaba la temporada de recolección, la primavera, ganaban dos manos para las
faenas, y se divorciaban antes de que llegase el invierno, cuando tocaba
repartir lo cosechado. Living like the CEOE en plena Rusia soviética.
El malestar entre los dueños del cotarro tampoco tardó en
notarse. Había un problema que superaba incluso el disgusto de los campesinos y
sus formas de vida tradicionales: el dominio de la población y el mencionado
cambio al “hombre nuevo”. Desde el poder, empezaron a llegar señales
conservadoras con, por ejemplo, la definición de la sexualidad desde una óptica
ideológica:
Sentir atracción sexual por un ser que pertenezca a una
clase diferente, hostil y moralmente ajena, es una perversión de índole similar
a la atracción sexual que se pudiera sentir por un cocodrilo o un orangután.
(Zalkind, Revolución y juventud, 1925)
No obstante, el proceso de creación del “nuevo hombre”
siguió adelante. Y para ello, los comunistas se propusieron cepillarse la
institución familiar, que hacía de paraguas ideológico. Esto lo cuentan varios
historiadores, como el británico Robert Service. El objetivo era que el
individuo recibiera la doctrina del Estado sin que su padre, su tío o su madre
pudieran ponérsela en duda. La familia era un nexo con el “viejo mundo”. El
problema es que cargársela tuvo consecuencias nefastas: se cuadriplicó el
número de abortos y aparecieron nueve millones de niños huérfanos, vagabundos y
jóvenes delincuentes. Un problemón en el caos de la Rusia revolucionaria.
Entonces sí, empezaron a recular:
La misma enfermedad aqueja por igual a la juventud comunista
y a los miembros mayores del partido. Entablan relaciones amorosas a la ligera,
sin ganas de que duren. La constancia es algo aburrido a su juicio, y los
términos de marido y mujer son invenciones burguesas. (Pravda, 7 de mayo de
1925)
“La ausencia de
control en la vida sexual es un fenómeno burgués. La revolución necesita una
concentración de fuerzas. Los excesos salvajes en la vida sexual son síntomas
reaccionarios. Necesitamos mentalidades sanas. (Klara Zetkin)
Así se llegó a la llamada “virtud estalinista”. La familia
vuelve, pero no en su formato burgués, sino en una modalidad soviética como
para ponerle un marco. Según el ideólogo del régimen, Makarenko, la sociedad
delegaba en la familia sus poderes. Era su responsabilidad formar nuevos
comunistas. Aparecía el concepto de familia como “unidad de producción humana”
para adoctrinar y, entre otras cosas, poner a las madres a parir valiosos hijos
para la castigada demografía de la URSS.
La medicina oficial soviética lleva diez años repitiendo con
obstinación que el despertar sexual se manifiesta casi siempre en la mujer
después de nacer el primer hijo (…) esta incongruente afirmación no pretende remediar
la frigidez, sino más bien estimular la natalidad decreciente.
Los hijos tenían que ser pioneros, prestarle juramento al
régimen, y el padre un dechado de virtudes “hiperproletarias” que “no hace
apenas el amor y suele relegar incluso el amor platónico a un mañana mejor”.
Amar a tu media naranja era egoísmo propio del pasado reaccionario. La pareja,
la familia, se asentaba en el amor al radiante porvenir.
Los roles, por ridículos que pudieran parecer, se mantenían
con la intervención del Estado en todos los órdenes de la vida mediante la
delación. Había cónyuges que se denunciaban entre sí. A un niño que denunció a
su padre durante la colectivización, Pavlik Morozov, se le levantaron estatuas
por todo el país. Los vínculos familiares y el occidental amor romántico
pasaron a ser un engendro de relaciones ideológicas y “amor de clase” bastante
poco realista con las pulsiones humanas.
Una conocida locutora de la televisión de Moscú, Anna
Chilova, engañaba a su marido, que decidió divorciarse. Se desataron las
pasiones. Chilova recordó entonces que durante la guerra Chilov había sido
evacuado al este del país con el teatro en donde trabajaba, y le espetó: ¡ni
siquiera fuiste al frente! ¡no defendiste ni a tu patria!
Para dignificar estas bodas rojas pasaron a celebrarse en
palacios del pueblo, que eran preferidos por la población antes que organizar
su matrimonio en la frialdad de una oficina del juzgado, después de hacer cola.
Las imágenes que hay de estos casamientos parecen llegadas del planeta Krypton.
Los ritos en cuestión copian con gran fidelidad las
ceremonias que puedan celebrarse en un país como Francia, pero al mismo tiempo
denotan un carácter ficticio, montado, e impregnado de ideología comunista.
Llegan los locos 60
En 1966, una película de Marlen Khutsiyev dejó boquiabiertos
a los espectadores soviéticos. Por primera vez desde hacía muchas décadas, una
obra de arte mostraba el amor como algo desvinculado de la ideología:
Una de las películas más populares que se hayan proyectado
en la Unión Soviética durante los años sesenta fue La lluvia de julio. Vemos
que un hombre traba amistad con una chica mientras ambos esperan que pare un
chaparrón. Largas conversaciones siguen a este encuentro durante los cuales los
dos jóvenes se van enamorando mutuamente sin más unión que el cable de
teléfono. La película alcanzó gran popularidad por su carácter insólito y por
demostrar que un hombre y una mujer, aun separados, pueden establecer contactos
simples y sinceros en los que el amor adquiere tintes de ternura, de delicadeza
y de humor.
A lo Gran Hermano, el
programa de TV
Pese a todo, lo más insoportable para la vida sexual de los
soviéticos fue el problema de la vivienda. Durante muchos años la mayoría de la
población de las ciudades compartía apartamentos donde, en cada habitación,
residía una familia entera. Los problemas de intimidad no hacen falta
explicarlos. Las parejas tenían que buscar el momento en el que los abuelos se
iban de paseo con los nietos para poder acostarse. Si no, esperar a medianoche
y hacerlo en el suelo, para que no crujiera el colchón, mientras los demás
dormían. Pero por lo general era complicado librarse de lo ojos y oídos de los
vecinos, con los que compartían también el baño.
Los cementerios, los parques y los taxis, a cambio de una
botella de vodka para el conductor, se convirtieron en los picaderos habituales
de las parejas menos doblegadas por la propaganda y el adoctrinamiento sexual.
Al mismo tiempo, muchos ciudadanos tenían miedo de las
apariciones nocturnas de la policía en los domicilios. Un pánico que, si les
había tocado alguna vez, no olvidaban jamás. Stern detectó que este estado de
ansiedad había llevado a la impotencia a muchos hombres. Y en las mujeres,
frigidez. Incluso un síntoma curioso, que los músculos vaginales experimentaran
una contracción súbita al más mínimo sobresalto durante el acto y la pareja se
quedaba “pegada”.
Además, con este panorama, los manuales médicos soviéticos
más acreditados recomendaban sexo no más de una vez al día y con una duración
tampoco superior a un minuto. Gustarse haciendo el amor podía causar problemas
mentales, advertía la medicina de aquel tiempo. Por no haber, no existía ni
traducción para la palabra “orgasmo”, se decía un triste y proletario
“terminar”.
Besarse en la calle equivale a cometer una porquería.
Permitirse fantasías eróticas en las técnicas sexuales supone convertirse en
adepto del marques de Sade. Prolongar la duración del acto sexual es jugar con
fuego y arriesgarse a los más graves trastornos neuróticos.
De este modo, varias generaciones de soviéticos viviendo sin
intimidad, con la tensión propia de un estado policial y martilleados por la
propaganda, desconocían prácticamente todo sobre su cuerpo y la salud sexual.
En general la técnica sexual es muy pobre. La mujer apenas
posee experiencia y es muy pasiva. El hombre carece de tacto. Suele ser brutal
y expeditivo. Casi siempre se figura que basta con que la verga penetre en la
vagina para que la mujer sienta instantáneamente arrebatos de felicidad. Si tal
no es el caso, o si al menos no se transparenta esa felicidad, el hombre se
enfurece o se deprime. Como ignora que la mujer posee otra zonas erógenas
aparte de la vagina, practica muy pocas caricias sexuales. Después de eyacular,
se apresura a descabalgar, le da la espalda a la mujer y se duerme.
El mensaje penetró en la sociedad. El “nuevo hombre” de la
“nueva sociedad” iba a estar asexuado. Tenía el pudor como una de las grandes
virtudes socialistas. Lo cierto es que, efectivamente, existían motivos
demográficos para que el poder quisiera convertir a la mujer en una máquina de
parir, pero con su modelo familiar negó la naturaleza biológica del sexo. Y de
ahí, coger la senda de lo que se han llamado “desviaciones”, por un lado, y del
recalcitrante puritanismo, por otro, fue dicho y hecho.
—No se fijen en mí —les dice el fotógrafo— hagan como si yo
no estuviera, pueden besarse, no se preocupen.
La joven saltó de indignación.
—¡Cómo se atreve! ¡que tampoco somos amantes! ¿Besarnos?
¿Olvida usted acaso que tenemos hijos?
A la población, analfabeta sexualmente, le podían ocurrir
“anécdotas” como Esta:
Descubro que desde hace diez años la mujer recurre a una
masturbación involuntaria, perfectamente inconsciente, cuando trabajaba con el
taladro. Puede llegar a tener hasta diez orgasmos en un solo día, apoyando su
bajo vientre contra la herramienta. A partir del día en que le encomendaron
otra tarea, que consistía en descargar ladrillos, cayó en un estado depresivo.
Cruisin, voyeurs y exhibicionistas
Por otro lado, se inició un fenómeno que Stern consideró lo
bastante extendido por todas las urbes de la URSS como para entenderlo genuino
de este país y su sexualidad: el exhibicionismo. Los típicos hombres desnudos
bajo una gabardina eran muy frecuentes. Las jóvenes llevaban la cuenta de
cuántos veían cada día.
Pero la cosa no quedaba ahí. Stern también cita el caso de,
por ejemplo, una adolescente que se masturbaba delante de la ventana mientras
se suponía que estudiaba. En el edificio de enfrente, varios vecinos la miraban
cada día. Algo así como el No amarás de Krzysztof Kieślowski, pero en plan
línea dura. Y no era algo exclusivo de una chica con picores. Podía ser el caso
de ancianas, profesores de universidad, hasta la propia milicia. De hecho, la
situación más chocante que trae Stern a colación la protagoniza un policía:
Hace unos años, regresaba con mi familia tras pasar las
vacaciones del verano en el Cáucaso. De pronto, el coche que nos precedía
empezó a hacer eses. Extrañado, aminoré la velocidad y toque del claxon, pero
el conductor del coche no me hizo el menor caso. Observé entonces que tanto él
como los que le acompañaban parecían fascinados por algo que aún estaba fuera
de mi alcance. Divisé al fin a un miliciano que dirigía la circulación en el
cruce ya cercano. No se puede negar que tenía un aspecto singular. Se había
sacado el miembro de la bragueta y lo asía por la base con su mano derecha. A
la izquierda, a la derecha, stop. El agente dirigía la circulación con la
verga, roja como un pimiento.
En algunos casos, hasta se cerraba el círculo de excitación
entre mirones y exhibicionistas:
La joven observaba a los exhibicionistas dedicados a
masturbarse. Provista de su bloc de dibujo, permanecía sola mucho rato en el
parque de la ciudad hasta poder presenciar la escena que esperaba. Tras una
vivísima excitación, mucho antes que el exhibicionista hubiese acabado de
manosearse el miembro, la mirona llegaba al orgasmo.
Pero el verdadero problema se encontraba en el transporte
público. De mirar furtivamente, la gente pasaba ya a manosearse en autobuses y
trenes infestados de gente. Si una joven a la que varios hombres intentaban
meter mano se quejaba, se ponían a insultarla por fantasiosa y paranoica y
nadie decía nada. A otras, sin embargo, les iba el mambo y disfrutaban
masturbando el miembro de sus acosadores. Mujeres que ya habían perdido el interés
sexual, por la impotencia del marido, por su alcoholismo, por no haber tenido
nunca un orgasmo, disfrutaban en estas situaciones con curiosidad morbosa
irresistible.
Había un militar en Vinnitsa que iba en tranvía con su
mujer: un bache particularmente violento le descubrió que su mujer empuñaba la
verga de un sujeto pegadizo.
La gracia estaba en el anonimato. Ahí encontraban la
excitación sexual miles de soviéticos, sostuvo Stern.
Uno de mis pacientes de Vinnitsa intentó trabar amistad con
una chica que un minuto antes le tenía cogido el pene en el autobús. No obtuvo
más respuesta que una sarta de insultos groseros y, para colmo, una acusación
de… inmoralidad. En efecto, lo que más importa es el anonimato, el
desconocimiento deliberado de la pareja.
Para Stern, existía cierta relación entre el régimen y el
hombre bloqueado, con complejo de inferioridad, impotente, que no puede
afirmarse sexualmente si no era de esta manera. Las escenas y casos de
exhibicionismo y tocamientos furtivos son numerosas en todo el libro. A veces,
hasta dan ternura, penita:
Una de mis pacientes efectuaba el trayecto nocturno
Vinnitsa-Moscú. Estaba a punto de amanecer, cerca de Moscú ya, cuando mi
paciente despertó sobresaltada a causa de unos extraños empellones en la
pierna. Entreabrió los ojos y distinguió a su vecino de compartimento
completamente desnudo, erguido, en plena erección y zarandeándose el miembro
con mirada vivaz. Horrorizada, la buena señora cerró de nuevo los ojos.
—Por favor, no cierre los ojos —gimió el hombre en tono
quejumbroso.
—¡Pare enseguida! ¿No le da vergüenza?
La mujer se dirigió a la puerta de un salto.
—Por favor, no se vaya —dijo el exhibicionista casi
llorando.
Otro problema, sensiblemente más grave, fue el de las
violaciones. Durante la guerra el ejército soviético se caracterizó por violar
a diestro y siniestro. Era una actividad consentida por las autoridades
militares y una prueba de ello fue la protesta que el dirigente yugoslavo
Milovan Djilas le trasladó a Stalin con escaso éxito. Casi se rieron en la cara
del montenegrino. Pero luego, todos estos veteranos, de vuelta en la sociedad
en su país, siguieron en muchos casos con sus aficiones. En tiempo de paz, exmilitares
llenaban las cárceles y los campos de concentración por delitos de violación.
Para muchos de estos hombres, si no era por la violencia, la
única forma de excitarse sexualmente era desinhibiéndose con el vodka. En caso
contrario eran absolutamente impotentes.
Estos dos pacientes formaban parte de mi labor cotidiana
como médico. Eran tan típicos que podría citar a varios cientos como ellos.
Erecciones débiles, insuficientes, muy breves o inexistentes.
Stern dice que se encontró con demasiados casos de maridos
que violaban y daban palizas a sus propias mujeres como única forma de vida
sexual. En otros casos, había cónyuges que solo podían tener relaciones si
estaban ambos borrachos. Ese es el retrato que describe de la sociedad que
vivió los años duros.
La nueva juventud
Mas todo pasa en la vida y estas generaciones con una vida
sexual trastornada por las guerras, las penurias y la violencia psíquica y
física del Estado, dio paso a una juventud que había perdido los tabúes y
empezaba a comportarse con, digamos, más armonía con la naturaleza humana.
Valga este caso como muestra del nivel de ridiculez y machismo que habían
alcanzado los tabúes sexuales en la URSS:
Uno de mis pacientes solicitó el divorcio cuando se enteró
de que su mujer se había masturbado… durante su infancia. No parece que lo
patológico sea lo que él acusaba, sino más bien su reacción. Cuando le pregunté
si él no se había masturbado nunca, terminó confesando: Bueno, sí, pero yo
puedo. Yo soy hombre.
Casi coincidiendo con mayo del 68, la llegada de Yuri
Andropov a la dirección de Seguridad del Estado, el KGB, hizo mucho por los
hippies. Sus sistemas represivos pasaron a ser mucho más selectos y sutiles. La
policía dejó de actuar con métodos de la edad de piedra, a basarse más en la
información, y eso lo notaron las nuevas generaciones, que sin estar atenazados
por un miedo atroz como sus padres, pudieron pensar con un poco más de
claridad. No en vano, lo primero que empezó a extenderse fue un sentimiento
generalizado de tomarse a chufla las consignas del Partido. Algo así como la
religión en España, que uno involuntariamente sigue todos sus ritos pero ni los
entiende, ni los conoce ni le importan y ni mucho menos se los cree.
El modelo soviético, según Stalin, el del hombre y la mujer
asexuados, totalmente faltos de vida privada y entregados de lleno a la causa
del comunismo, es hoy un modelo vacío que solo suscita ironías.
En contraposición, empezaron las manifestaciones carcas de
los guardianes de la ortodoxia.
Llevar minifaldas es algo muy lícito, pero no por eso hay
que condenarse a minisentimientos reducidos, que en seguida delatan necesidades
primitivas. (Komsomolskaia Pravda, 1969)
Sin el intrusismo del Estado en la vida privada de los
ciudadanos, estas soflamas caían en saco roto. Lo cual no quiere decir que la
liberación fuese un jardín californiano. Tuvo sus matices propiamente
soviéticos:
La precocidad en la vida sexual de las chicas va unida en
parte al consumo del alcohol, compañero indispensable de Eros. Muchas de ellas
tienen sus primeras experiencias cuando se hallan sumidas en la embriaguez.
Durante los últimos veinte años ha aumentado considerablemente en colegios y
universidades el consumo de bebidas alcohólicas y también el de drogas. Si
antaño las muchachas tenían tendencia a beber solamente acompañadas de hombres,
hoy en día, igual que los hombres, han aprendido a beber entre mujeres, y hasta
entre chicas (…) Hay en todo ello un igualamiento de sexos al más tosco de los
niveles.
Las pacientes de Stern empezaron a tener una vida sexual
relativamente normal, la mayoría de las veces al margen de la educación que les
habían dado sus padres. Dice que muchos adolescentes a edades muy tempranas ya
se mostraban más maduros que sus progenitores. Los problemas que llenaban su
consulta pasaron a ser por palizas a hijos que se masturbaban, por ejemplo, o
que ya tenían relaciones. Pero, claramente, la sociedad ya iba por otro camino:
Existe asimismo un juego entre los adolescentes al que
llaman “dar por dar”. Se desarrolla de la siguiente manera: dos o tres niñas de
doce o trece años, que se pasean por la calle Lenin de Vinnitsa o la calle
Gorki de Moscú, se cruzan con un grupo de niños de parecida edad, se para y les
dicen de “dar por dar”. No hace falta más explicación, encuentran un lugar
apartado y se masturban colectivamente.
Claro que otra revolución pendiente, como la de la
aceptación de la homosexualidad, todavía quedaba muy lejos. De hecho, aún no ha
llegado a los países eslavos un clima de respeto y tolerancia con la población
LGBT. En pleno siglo XXI, tanto en Moscú, como Kiev o Minsk, hasta en la
siempre festiva Belgrado, te pueden dar una paliza un grupo de hooligans por
llevar una camiseta de flores o algún detalle que cuestione su se conoce que
frágil virilidad. Entonces, en la URSS, era mucho peor. Primero, porque la
homosexualidad estaba considerada un delito. Después, por la culpabilidad:
Los homosexuales viven en un perpetuo estado de terror, de
quebranto y acoso. A veces, llegan a sufrir incluso graves trastornos
psíquicos.
Muchos, cuando veían que se sentían atraídos por otros
hombres, acudían a la consulta de Stern considerándose ellos mismos enfermos.
Su vida, su día a día, por otra parte, no difiere sin embargo de lo que podía
haber en Madrid o en otras capitales. Encuentros fugaces en urinarios,
etcétera. Hay un libro, por cierto, del polaco Michal Witkowski, que se llama
Lovetown y cuenta cómo eran estos submundos en la RDA, Polonia y la
Checoslovaquia comunista. Es una maravilla.
Pero lo que sí que marcaba la diferencia con respecto al
resto del mundo era la percepción que tenían los propios soviéticos de la
homosexualidad. No ya que si uno recibía señales de su cuerpo cuando viese a
alguien de su mismo sexo se sintiera enfermo, sino un esquema de valores mucho
más distorsionado.
El autor de La vida sexual en la Unión Soviética pasó varios
años en la cárcel y un campo de concentración, como hemos dicho. El capítulo
dedicado a esta experiencia no ofrece realmente nada nuevo o diferente.
Burdeles homosexuales dentro de las cárceles han existido también en España.
Igual hasta siguen existiendo. Así como la homosexualidad como única opción
posible en el mundo carcelario. Lo singular, decimos, es la forma de
entenderlo. En el campo de concentración, relata, una serie de presos bien
situados elegían con cuáles de los otros presos se iban a acostar. Prendían a
la víctima y la violaban. Si les gustaba, hasta se la quedaban para ellos, para
su uso exclusivo. Bastaba un rostro bonito o unos glúteos redondeados para ser
elegido. El asunto es que cuando se violaba a alguien, se convertía
inmediatamente en “intocable” y el resto de los presos los repudiaba. Tenían
que vivir apartados y donde tocaban nadie más volvía a poner las manos. Les
llamaban “los pederastas”.
Stern en una ocasión habló con unos violadores y les explicó
que no tenía sentido que los violados se llamasen “pederastas”, que en todo
caso lo serían los sodomitas, no los sodomizados. Casi le dan una paliza. El
que recibía era el indigno. Y todos lo asumían, incluso ellos.
El resto de cuadros que pinta de la sociedad soviética son
menos exclusivos. Por ejemplo, habla de que existía prostitución a todos los niveles.
Sobre todo en los recintos vacacionales del Cáucaso. Pero también en el
trabajo, en la designación de secretarias y otro tipo de puestos muchas veces
había intercambios sexuales de por medio. Sobre todo en las ciudades pequeñas,
que ya tú sabes cómo suelen funcionar las cosas en los pueblos de todo el globo
terráqueo. Pero nada que podamos citar como genuino de aquellas latitudes.
Mención aparte merecen, eso sí, los cuerpos represivos.
Stern también ofrece una muestra importante de policías y militares tocados del
ala en cuestiones sexuales. Querer entrar en estos cuerpos solía responder al
perfil de acomplejados, sádicos o impotentes, pero no hay datos globales que
puedan sostener aseveraciones de este calado. Es la pena, como en otros tantos
aspectos de la URSS, la sociología exenta de propaganda dura brillaba por su
ausencia. De hecho, esa misma falta de conocimiento estadístico fiable del
propio país fue una de las causas que, entre otras, estancaron su economía. Lo
que es un hecho es que, a la vista de este y otros testimonios, la URSS no
logró liberar al ser humano de la esclavitud de los prejuicios y tabúes
sexuales.
Uno de mis pacientes, un policía, me habló excitado de un
nacionalista ucraniano al que había matado en Ucrania occidental una vez
terminada la guerra:
—¿Entiende? Lo coloco al borde del hoyo que yo mismo le hice
cavar, me dispongo a dispararle y entonces veo que se le empalma la verga, una
verga enorme. ¡Cómo me gustaría tener un aparato como el suyo!
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