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La historia que aquí
se cuenta, en esencia es real.
El Negrito Lorenzo
existió y espero que aún siga con vida.
Este relato figura en
la antología Morir Cuerdo y Vivir Loco.
Daniel M Forte
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El que no sabe de amores,
no sabe lo que es martirio.
Chabela Vargas
Triste y heroica historia la
del negrito Lorenzo, angoleño y comandante del ejército popular de la joven
nación recién emancipada y desangrada por la guerra civil que llevó al poder al
Movimiento Popular para la Liberación de Angola, en el que combatía desde los
once años, cuando los guerrilleros llegaron a su aldea y hablaron de libertad,
de derechos, del futuro luminoso por el que valía la pena morir.
Con ellos se fue a pelear
contra los colonialistas portugueses y uno a uno fue ganándose los grados hasta
que el propio Agostinho Neto, en un día caluroso y húmedo, ante la tropa
formada le entregó la estrella de comandante; ese día supo lo que era el
éxtasis, allí estaba su líder, al que no había visto nunca, y veneraba como a
un dios. Al principio no dio crédito ante quién estaba, se lo imaginaba mucho
más alto, como de tres metros, y más robusto también; su voz no sonaba como el
rugido del león y esas gafas lo volvían terrenal y cotidiano, pero cuando
estrecharon sus manos le temblaron las piernas.
En el ejército popular se
hizo hombre. Entre combate y combate asistió a la escuela, aprendió a leer y a
manejar los números. Se enamoró de Marx, de Lenin, de Voltaire, de Jack London
y dentro suyo creció esa sed por la cultura que hacía brillar sus ojos, grandes
y vivaces sobre una dentadura blanca que se destacaba toda vez que sonreía.
Negrito valiente, pero no
gallardo, era un típico angoleño; bajo, de piernas cortas, pecho ancho y rasgos
duros, casi simiescos, que se acentuaban cuando estaba enojado. Y el negro
tenía motivos para estar enojado.
Los de Angola no sienten
aprecio por los nigerianos, nadie dice por qué pero todos saben que en el fondo
es pura envidia. El nigeriano es esbelto, musculoso, de rasgos finos y siempre
miró con desdén a su primo de Angola.
Fue en un día de verano, poco
después de la victoria, cuando Lorenzo y otros comandantes fueron citados al
Estado mayor.
Allí se les explicó que la
nación se veía en la necesidad de crear su propia fuerza aérea y que ellos
habían sido seleccionados para recibir entrenamiento de pilotos de caza en la
Unión Soviética; Lorenzo tembló de emoción por segunda vez en su vida: ¡ahora
él iba a pilotear esas máquinas del demonio con que los colonialistas los
rociaban con napalm!
Pero las cosas no siempre
salen como uno las imagina. El viaje en avión fue placentero, todo novedad; los
asientos que se reclinaban, el baño, la comida y la belleza de las azafatas
rusas; hasta que por fin, descendió en el aeropuerto de Moscú. El negro estaba
maravillado.
Cuatro horas en camión duró
el viaje hasta la base de entrenamiento donde tras una corta bienvenida, les informaron que al
día siguiente harían el vuelo de bautismo. Allí empezaron los problemas.
Amanecía y el comedor de la
base era toda agitación, Lorenzo devoró el desayuno con glotonería; los nervios
le daban hambre. Alguien pronunció bastante mal su nombre.
Era un ruso enorme y rubio,
aunque en verdad, no tan alto como a Lorenzo le pareció. Hablaba portugués
arrastrando las erres, pero se le entendía. Este oficial soviético lo condujo a
un vestuario y, con paciencia le enseñó a colocarse el traje presurizado, a
respirar por la mascarilla de oxígeno y a ponerse el casco; luego salieron a la
pista.
El MIG 25, como un enorme
pájaro, esperaba haciendo brillar sus metales, rojizos a la luz del amanecer.
Un camión cisterna junto a él lo alimentaba a través de una negra manguera
introducida en sus entrañas. Pronto el pájaro estuvo satisfecho y el camión se
fue.
Dos asistentes le ayudaron a
subir por la escalerilla y le indicaron el asiento delantero, el de los
estudiantes; pasaron correas por sus hombros y por sus piernas. No le gustó que
lo ataran.
Otro hombre se ubicó en el
asiento trasero y algo le dijo en ruso por el intercomunicador.
Los asistentes retiraron la
escalerilla y se alejaron, la cabina se cerró; un leve rugido y moviéndose
lentamente el pájaro se dirigió a la cabecera de pista. –No es tan terrible
–pensó, –tanta fanfarria para esto-. La radio, entretanto, dejaba escuchar la
conversación del piloto con la torre.
El pájaro pareció sentarse
sobre su cola de donde ahora salía un rugido terrible acompañado de una larga
lengua de fuego que Lorenzo no veía.
Una corta y veloz carrera en
donde algo insoportable le oprimió el pecho haciendo dificultosa la
respiración, y el MIG, con su nariz apuntando al cielo se elevó.
Quince minutos pueden ser una
eternidad; toneles, barrena invertida, loops, picadas, nada ahorró el piloto
para templar el carácter del futuro aviador, dejando, como es obvio, lo mejor
para el final.
Algo empujó al avión hacia
adelante y al instante una terrible explosión lo hizo temblar al romper la
barrera del sonido. Luego, silencio sepulcral, y allí Lorenzo, el bravo
comandante angoleño, descubrió con horror que se estaba cagando; la pastosa y
caliente sustancia salía de su cuerpo sin poder evitarlo.
Intentó cerrar las nalgas
levantándose ligeramente y lo único que logró fue que la mierda resbalara por
sus piernas y se introdujera en las botas.
Allí estaba, volando a
velocidad supersónica sentado sobre un caliente colchón de mierda.
En los últimos minutos de
vuelo, el instructor decidió regalar a su alumno un paisaje digno de ser
retratado. El MIG volaba bajo y a velocidad mínima balanceándose ligeramente.
En el horizonte se destacaban algunas aldeas y la geometría de los sembrados;
algunos tractores y vehículos varios por los caminos vecinales; en verdad un
hermoso cuadro para ser observado sin tanta materia fecal entre las piernas. En
un pésimo portugués, el piloto le dijo que podía quitarse la mascarilla y
abrirse el traje; Lorenzo obedeció y el instructor, que también lo había hecho
dio un grito en ruso y algo comunicó a la torre recibiendo como respuesta una
sonora carcajada.
Descendieron.
El Comandante Lorenzo
caminaba a pasitos cortos con las piernas abiertas como si hubiera montado a
caballo, percibía cerca suyo la sonrisa burlona de los rusos, no muy
disimuladas por cierto. Alguien lo palmeó y le dijo que –no se entristezera usted,
pasan cosas tales en primer vuelo –.
Ya solo en el vestuario, se
desnudó y arrojó todo su equipo a un gran piletón de cemento, lenta y angustiosamente lo fue lavando en un
último acto de dignidad en donde las lágrimas se aunaron con el agua marrón que
brotaba de las prendas. Terminada la tarea se duchó, y un largo rato estuvo
sentado en el piso, con el agua caliente y sus lágrimas mezclándose sin
consuelo.
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Hepatitis; ¡sólo eso le
faltaba!
Fue a los pocos días del
vuelo de bautismo, lo llevaron a un enorme hospital en Moscú. Allí conoció a
Rubén, su ocasional compañero de habitación; argentino, militante del PC en
viaje de estudios y padeciendo el mismo mal. Se hicieron amigos.
Con Rubén la mayor parte del
tiempo la pasaban en una salita junto a otros enfermos, un verdadero crisol de
nacionalidades. Había haitianos, chilenos, búlgaros y hasta un enorme
nigeriano, alto y alegre que estudiaba en la Universidad Lumumba y que no
dejaba de bromear con Lorenzo. Así transcurrían sus días de internado hasta que
otro mal mucho más dañino lo atacó.
Fue en el pecho, ligeramente
del lado izquierdo en donde el negro recibió un lanzazo mortal, preciso,
fulminante. Se llamaba Irina, la pollera más cortita y el rostro más bello del
hospital. Rubia, ojos grises, hoyuelo en el mentón y una sonrisa encantadora.
El negro se enamoró.
De día, de noche, de tarde,
Rubén soportaba estoico la charla monotemática; a veces insinuaba algún consejo
para que el negro se callara. Mala idea: sólo alimentaba ese fuego que a
Lorenzo le consumía las tripas.
Un día, el negro consiguió
flores y se las obsequió a la linda enfermerita que le sonrió amable, prudente,
distante y educada. El tocó el cielo con las manos.
Hasta que se decidió, fue
hasta la oficina de las enfermeras donde había visto entrar a Irina y le
confesó su amor, torpemente intentó besarla. Ella lo apartó y lo reprendió en
ruso; su cara estaba roja de vergüenza y de ira. Lorenzo no entendió las
palabras pero sí el mensaje. Volvió a la habitación y se arrojó en la cama y en
el abismo de la desesperación.
Dos silenciosos días pasaron
hasta que la siesta de Rubén fue triturada por una mano negra que lo sacudía.
Se incorporó somnoliento empezando a comprender la actitud del Ku-Klux-Klan. A
desgano abrió los ojos.
Lorenzo le contó lo sucedido
en la oficina y esbozó su interpretación del hecho.
– ¡Esa mina es racista!
Lo dijo con convicción, como
se dice la conclusión de un elaborado análisis.
Curioso que se hubiera
referido a Irina como mina, porque en
alguna charla con Rubén, le había causado mucha gracia ese término con que los
argentinos llamaban a las mujeres, luego lo reprendió acusándolo de machista
atrasado;
–Una mina es un agujero en la
tierra. Para un revolucionario la mujer es más que sólo un agujero.
– ¡Racista!
Rubén lo miró perplejo.
– ¡No seas cretino, negro!
Estamos en un país socialista.
– Sí hermanito, pero todavía
deben persistir resabios racistas; por ejemplo, ¿has visto algún dirigente
soviético que sea negro? ¡Es así! Tú me has llamado negro, y no eres racista,
lo sé por la forma en que pronunciaste la palabra negro. Una mujer puede llamar negrito,
negrazo o mi negro al macho que la perfora; un padre llama negrito
a su hijo, pero lo hace de una manera distinta a como lo pronunciaban los
colonialistas, ¿me entiendes?
– ¡Es racista!, y yo hablaré con mi embajador, esto no queda así,
no puede permitirse.
¿Qué decirle a alguien que se
aferra a una convicción cuando la verdad es dolorosa? Rubén guardó silencio
mientras Lorenzo desarrollaba en profundidad la idea. Horas después, tras la
cena, se durmieron. Pero la tierra soviética y la revolución angoleña se
empeñaron en negarle al convaleciente argentino un poco de descanso. Casi a
medianoche fue despertado.
–Algo extraño está
ocurriendo, acompáñame.
Fueron hasta la oficina de
enfermeras, furtivos, silenciosos; la luz se colaba por una ventana que daba al
pasillo, mal tapada por una cortina interior. Cada uno miró hacia adentro por
las rendijas descubiertas en los costados.
Sorpresa, estupor, angustia y
morbo se repartieron en partes desiguales al observar la escena. Allí estaba
Irina con aquel nigeriano, de espaldas a él y apoyada en una mesada. La
pollerita blanca levantada dejaba ver unos hermosos muslos mientras que de la
boca semiabierta salían sensuales gemidos.
Rubén, con sorpresa, dijo
algo que Lorenzo no escuchó.
–Le está rompiendo el orto
Daba igual, la escena era
explícita por sí misma. Volvieron a las camas.
Al otro día, muy temprano, el
Comandante Lorenzo, héroe de la independencia de Angola, abandonó el hospital.
No se despidió de nadie.
Daniel M. Forte
11/10/12
Sin palabras, es brutal el desenlace.
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