Entonces recordó aquella
vez que su amigo, aquel de la infancia, le dijo que para saber si una pila
estaba cargada, había que apoyar la lengua en el polo positivo y él lo hizo;
tomó una de esas Eveready blancas de papel, apoyó la lengua y sintió lo mismo que
ahora, una sensación metálica y el
sabor amargo que no sintió en su momento, del aceite 611.
Pensó que su cerebro
amotinado había soltado todos los mastines del instinto de conservación, ese
turro cerebro que sabía que con argumentos lógicos no iba a ganarle y entonces,
recurría a la vil artimaña de los gratos recuerdos explicitados en imágenes,
rostros queridos, situaciones.
Dos milímetros y medio,
tolerancia mediante, era la distancia hacia la nada. Sintió en los dientes el
vibrar del mecanismo, el giro del tambor y el perno que traba el percutor;
oxidaré el cañón con la saliva pensó con vergüenza ante semejante estupidez. Ahora
el cerebro recurría al grotesco.
Dos milímetros y medio.
Cuando cerraron el ataúd
donde yacía su madre, le dijo adiós y que la volvería a ver en el último
segundo de su vida, con el rostro iluminado por una dulce sonrisa mientras le
preguntaba ¿querés que te compre un heladito?, en ese momento supo lo que era
la felicidad. ¿Porqué nunca más lo trató así?, nunca más; siempre se agrede lo
que no se comprende y en definitiva, ella hizo lo que pudo y no era el momento,
su último momento, de reflotar viejos rencores.
Dos milímetros y medio.
En definitiva, ¿qué había
hecho de su vida?, ¿qué logro podía exhibir?, ¿cuál era el argumento para
continuarla?, ¿qué podía esperar del devenir?
Su mente analítica imaginó
esa súbita fracción de segundo en el que el índice presiona la cola del
disparador y este, recorriendo aquellos fatídicos dos milímetros y medio libera
el martillo que golpea el culote de la bala inflamando la pólvora y empujando
al proyectil que girando por acción de las estrías abandona la boca del cañón.
¿Llegaría a escuchar el estampido?
Dos milímetros y medio.
Un tipo solitario que
odiaba la soledad, una soledad impuesta desde muy temprano cuanto intuyó que no
encajaba, que era raro, distinto y así se la pasó, gritando a su manera ¡soy
como ustedes!, ¡acépteme! y nadie comprendió ese grito y entonces se recluyó en
la autoconmisceración, en la comodidad de la tristeza sin riesgos.
Dos milímetros y medio.
Y tal vez sea una farsa
más, como lo fue su vida, una patética payasada en la que ni el mismo creía,
¿Dónde estaban esas imágenes que preceden a la muerte? No, no estaban y en
cambio, la sensación de indiferencia, de no creerse a si mismo lo embargaba,
esa fantasía tan despreciada que lo disociaba de la realidad lo hacía
observarse como si eso no estuviera pasando, como si él fuera otro.
Dos milímetros y medio.
Y entonces, ¿qué hecho
trascendente ocurriría?, ¿acaso la omnipotencia del suicida le hace creer que
el mundo se acabará con él?, ¡ni pensarlo!, mañana todo será igual para los
miles de millones que habitan este planeta, solo faltará una hormiga, imperceptible
y anónima en el enorme túmulo que es el hormiguero.
Dos milímetros y medio
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