¡Qué
te importa! me gritó aquella vez el
enfermero Cazarillo, Palo limpio,
mientras me empujaba. –Andá a caminar al jardín que el día está lindo-.
Yo
sólo le había preguntado qué día era hoy, ¿qué le costaba contestar?, pero no,
el hombre es un cultor de la disciplina y la disciplina es hija del miedo y en
eso de meter miedo, él es un especialista.
Los
primeros días me rebelé, claro, no estaba empastillado hasta el culo como lo
estoy ahora, podía caminar erguido y en línea recta, creía que tenía derechos,
¡qué estupidez!, acá no tenemos derecho ni a saber la fecha y eso me lo explicó
pacientemente Palo limpio.
A fuerza de manguerazos en el lomo y agua
helada entendí.
Ayer
murió Coco, el viejo Coco, pobre, murió atado a la cama llorando y balbuceando
que quería volverse al Tucumán, murió
solo, sucio, mordisqueado por algunas de las tantas ratas enormes y golosas que
andan por acá. Los familiares tuvieron un honroso gesto de altruismo donando su
cuerpo a la ciencia. Se lo llevaron en una bolsa y allá estará lo que quedó de
él, parte en una mesa, parte en frascos con formol. A Julieta no la dejaron acompañarlo porque
acá hombres y mujeres sólo nos vemos en el jardín, en el patio cubierto o en el
comedor. A ella le encantan los caballos y el viejo le contaba sus historias;
los ojos de Julieta brillaban. Creo que ya nunca más los veremos brillar así.
Desde
que se enteró de lo del viejo no quiso salir de su cuarto y volvió a las
andadas, pero esta vez de día, porque Julieta es coprófaga durante la noche. Es
asqueroso pero la entiendo. A ella la trajeron por un tema de adicción, fue
hace dos años más o menos, tenía diecinueve recién cumplidos y era hermosa, lo
sigue siendo a pesar de sus ojos vacíos y distantes. Durante mucho tiempo fue
abusada en las noches por Palo limpio
y sus compañeros, ¡hasta trajeron tipos de afuera para que se la cogieran por
un módico precio! Y entonces ella no encontró mejor defensa que untarse la
boca, las tetas y todo el cuerpo con su propia mierda, y parece que resultó,
porque ya no la joden más.
Yo
estoy acá por inútil. Recuerdo que cuando en primer año del secundario me llevé
una materia, mi viejo dijo furioso que no tenía el coraje de matarme, pobre
viejo, no sabía que para matarse no sólo hace falta coraje, hacen falta
decisión y habilidad. Y bueno, no quise correr riesgos y pretendí pegarme el
corchazo en el bobo. Algo salió mal y desperté en el hospital, luego los
forenses, las pericias psicológicas y al camioncito esposado como si fuera
Dillinger.
Aquí
conocí a los que en adelante serían dueños de mi vida. La encantadora doctora
Vigortt, directora de este antro que al recibirme me dijo: –Soy Gabriela
Vigortt y estamos para ayudarte–; ella es una mujer metódica, detallista hasta
el perfeccionismo, siempre producida con esmero hasta el punto en que creo que
hasta las pastillas que nos hace tragar para convertirnos en zombis mansitos
combinan sus colores, las blancas van con todo, pero nunca mezclará una marrón
con una azul, porque no combinan.
Flora,
la Caba, es la verdadera dueña de
este sitio. Todos, hasta la Vigortt, le temen. Delgada, huesuda, sus ojos son
dos estiletes que se clavan en el alma. Nunca la vi sonreír ni levantar la voz,
pero acá todos sabemos que es mejor no llamar su atención.
Palo limpio es enfermero, morrudo y
siniestro encargado de hacer que todos observemos las buenas costumbres y la
urbanidad. Sus métodos de persuasión son muy convincentes. Tiene a Jesucristo tatuado en el antebrazo izquierdo,
será por eso que se lleva tan bien con el padre Quique, un mequetrefe que apesta a Old Spice y que vela por la salvación de nuestras almas. El y Palo limpio son muy amigos, acá todo se
sabe, y lo que se sabe, se calla.
Los
demás son meros figurantes, como Bernardo, el jardinero que nunca habla, nunca
hace otra cosa que mantener el jardín simétricamente hermoso, como le gusta a
la Vigortt.
Por
último, nosotros, los partícipes necesarios de la farsa, la carne olvidada y
desechada, y todos, absolutamente todos, ellos y nosotros hermanados en el odio
que nos produce estar en este lugar.
Fue
cuando sucedió lo de Ariel que decidí irme. Esa vez, al mediodía, en su plato
con la infaltable sopa hecha de verduras que tiran en el mercado y bendecida
por el padre Quique, apareció un pedacito de carne. Lo miramos fascinados. Ari terminó con las verduras y lo dejó
para el final, es increíble cuánta felicidad puede proporcionar una minúscula
porción de carne, aunque no nos haya tocado, porque su sola presencia significa
la posibilidad de que alguna vez nos toque, allí, presente en el plato para
regalarnos su sabor y la dicha de masticar algo distinto, sólido, sabroso. Aquí
esas pretensiones pueden pagarse caro, como la vez que encontré ese trozo de
pan en el tacho de la basura y me lo guardé, sin darme cuenta de que Palo limpio me estaba mirando. Ahí nomás
llamó a la caba y me acusó de robar
comida. Ella me quitó el pan y sin siquiera mirarme dijo con voz grave y
pausada que era necesario disciplinarme, y él cumplió la orden con esmero, como
corresponde a un buen profesional.
Dos
días después, cuando me sacaron del cuarto de castigo y dejaron que me
vistiera, el roce de la ropa arrancó las costras que tenía en la espalda. Por
suerte no se infectaron las heridas, eso sí, no pude volver a comer pan, el que
nos dan para el desayuno se lo doy a alguno de mis compañeros.
Después
de aquel almuerzo, Julieta, Coco y otros nos fuimos con Ari al patio cubierto y él trajo su guitarra, había alegría en el
grupo. Ari tocaba bien la viola y nos pusimos a cantar.
Supongo
que habremos perturbado la siesta de la encantadora doctora Vigortt y que ella
a su vez despertó a la caba quien
hizo lo propio con Palo limpio porque
este último apareció furioso, le quitó la guitarra a Ari y se la hizo pedazos. El alarido retumbó en el tinglado, el
pibe se arrojó sobre él sólo para recibir un palazo en la cabeza, el primero,
porque entonces Palo limpio, que como
buen profesional no iba a permitir esa incorrecta alteración del orden, lo
aferró por la muñeca izquierda, puso su mano sobre la mesa y se la destrozó a
palazos. Crujían los huesos astillados, saltaban las uñas y nosotros alrededor,
observando la escena en silencio, así como los búfalos miran indiferentes al
león que se come a uno de los suyos.
Tres
días estuvo Ari tirado en un rincón,
en posición fetal, moviéndose en vaivén y mirando la mano envuelta en vendas
sanguinolentas, lloraba y balbuceaba algo incomprensible. Luego se lo llevaron
y nunca más supimos de él.
Era
necesario escapar, pero ¿cómo?
La
primera oportunidad se presentó de improviso. Yo estaba limpiando una de las
oficinas y de pronto, el empleado se fue y por precaución cerró la puerta con
llave. Allí estaba la computadora encendida y no dudé, ¡¡¡arrojaría la botella
al mar!! Entré en mi cuenta de Facebook y pedí auxilio, ahora vendrían mis
amigos y me rescatarían de este infierno. Apenas salí de la página el empleado
volvió, ¿que importaba? Viajando a la velocidad de la luz, replicándose como
metástasis por la web iba la botella con mi mensaje. Meses después comprendí
que estaba librado a mis propias fuerzas.
Sería
imposible escapar así, empastillado, de modo que decidí fingir que me tragaba
las píldoras que tan amorosamente nos dispensaba la doctora por medio de las
piadosas manos de la caba y que por
motivos que desconozco, no recibían la bendición explícita del cura Quique.
Pero la vieja zorra se dio cuenta, llamó a Palo
limpio y le dijo: – Este señor se niega a tomar la medicación, por favor Cazarillo,
disciplínelo–. Guardo el recuerdo de ese día como zumbido permanente en el
oído, hipoacúsico desde el instante en que la fiel manguera del enfermero se
estrelló contra él.
La
táctica de ir al baño, meter los dedos en mi boca y vomitar las pastillas
funcionó, a la semana me sentía bien, pero debía fingir estar dopado. A
Graciela, una mina con delirio místico le robé un pedazo de vela, la corté por
la mitad y dejé la parte de arriba para que no notara la falta. Luego, a su vez
dividí en dos el que me había llevado y con dos botellas de plástico hice
candelabros que enterré cerca del muro exterior, justo en la esquina. Desde
allí se veía la torre de un gran tanque de agua, la ruta pasaba por ahí. Tomé
una piedra y la até a la soga que conseguí en un descuido de Bernardo; cayó
justo en donde le apunté, a unos diez metros de la esquina del muro en
dirección al molino.
Proveerme
de fósforos fue un trabajo de hormiga, podría haber robado algún encendedor,
pero era peligroso de manera que de la caja de la cocina los iba sacando de
tres en tres, hasta que por fin se terminó y la cocinera tiró la caja vacía al
tacho de basura de donde la rescaté.
Una
tarde, los arcanos me fueron propicios, y tirado en el jardín vi un pedazo de
caño de hierro galvanizado, oxidado y sucio, de unos sesenta centímetros de
largo. Lo escondí entre mis ropas, para algo serviría. Todo estaba listo, sólo
debía esperar una noche sin luna.
Me
preocupaba el hecho de no tener dinero ni documentos, pero si alcanzaba la
ruta, tal vez alguien me levantara, así sabría por lo menos dónde me encontraba
y qué fecha era, luego… luego vería qué hacer, lo importante era poner la
máxima distancia entre ellos y yo antes de que notaran mi ausencia, aunque no
creo que se molestaran mucho por la huida de un loco.
La
noche fue perfecta, el cielo negro y encapotado hacía del campo una boca de
lobo. Aquí no hay guardia nocturna porque nos dopan para que durmamos como
troncos, un centinela químico garantiza el descanso placentero de todos ellos,
de la encantadora doctora Vigortt en camisón al tono con las sábanas, de Palo limpio roncando sobre el tatuaje de
Jesús y tirándose pedos, del mequetrefe con sotanas y de la caba, inmóvil y magra como una momia.
Todo
estaba tranquilo, sólo unos metros para salir del pabellón cuando de improviso
se abrió una puerta a mis espaldas y escuche el grito: – ¡Qué carajo hacés
acá!–. Ni tuve tiempo de pensarlo, di media vuelta y le di con el caño en la
cabeza, Palo limpio se desplomó y vi
cómo la sangre le brotaba, le hubiera seguido dando hasta el amanecer pero lo
importante era huir y rogar que nadie lo haya escuchado.
Llegué
hasta el muro, no tuve problemas en saltarlo. Ya afuera, encendí el primer
candelabro justo en el ángulo de la pared, palpé el suelo hasta encontrar la
soga, la seguí y en la piedra prendí el segundo. Eran los faros de mi libertad,
sólo restaba caminar y cada tanto voltear para hacer que mi dirección hiciera
de los dos faros una sola luz, eso me guiaría hacia la ruta, cercado por una
protectora oscuridad.
Fue
fácil, fue realmente fácil huir, respiré ese aire pletórico de libertad. ¡Era
otra vez una persona! Realmente fue muy sencillo, aunque a ellos les fue más
fácil recapturarme. Mi último acto de dignidad fue escupir una flema verde y
viscosa en el rostro de la Vigortt, al tono con el color verde-agua de su
blusa.
Aquí
está oscuro y frío, estaqueado en la cama siento el andar de las ratas por el
entretecho mientras la lluvia golpea los vidrios de la claraboya, quisiera
gritar y llorar como el viejo Coco, pero es mejor irse cantando.
♫♫ I want to know, have you ever seen the rain?...
♫♫ I want to know, ...
♫♫ I want to know, ...
Daniel M Forte
07/10/2015
(*): Tema de Creedence Clearwater Revival
¡Muy Bueno!!! ya lo había leído pero fue un placer leerlo nuevamente. Abrazo Tano.
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