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miércoles, 11 de mayo de 2016
BELGRANO, EL CONTRAREVOLUCIONARIO
Manuel Belgrano es una marca registrada. En el registro de patentes, figura como propietario Bartolomé Mitre.
"Héroe de alma grande", "patriota de fe incontrastable", "tenaz resistencia y fortaleza de espíritu", son algunos de los cientos de calificativos superlativos que recibe del inventor de la historia argentina.
martes, 3 de mayo de 2016
¿QUIEN NO TIENE UN MUERTO EN EL ROPERO?
José
Martí y el 1º de mayo
Por
Daniel M Forte
05/06/10

Albert
Spies, uno de los ejecutados, al pie de la horca pronunció esta lapidaria
sentencia. Llegará el día, en que nuestro silencio, se oirá más fuerte que todas
vuestras palabras.
A
continuación, transcribo la nota que José Martí enviara al diario La Nación ,
de Argentina, en su carácter de corresponsal, cubriendo el juicio a estos
obreros y luchadores.
Alguien me dijo que después, Martí rectificó
su opinión. En lo personal, busqué esa rectificación y no la encontré.
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El Proceso de los siete anarquistas de Chicago
Por José Martí
New York septiembre 2 de 1886
Señor
Director de La Nación.
Aquellos anarquistas que en la huelga de la
primavera lanzaron sobre los policías de Chicago una bomba que mató a siete de
ellos, y huyeron luego a las casas donde fabrican sus aparatos mortíferos, a
los túneles donde enseñan a sus afiliados a manejar las armas, y a untar con
acido prúsico, para que maten mas seguramente, los puñales de hoja acanalada;
aquellos que construyeron la bomba, que convocaron a los trabajadores a las
armas, que llevaron cargado el proyectil a la junta pública, que excitaron a la
matanza y al saqueo, que acercaron el fósforo encendido a la mecha de la bomba,
que la arrojaron con sus manos sobre los policías, y sacaron luego a la ventana
de su imprenta una bandera roja; aquellos siete alemanes, meras bocas por donde
han venido a vaciarse sobre América el odio febril acumulado durante siglos
europeos en la gente obrera; aquellos míseros, incapaces de llevar sobre su
razón el peso peligroso y enorme de la justicia, que en sus horas de ira
enciende siempre a la vez, según la fuerza de las almas en que arraiga, apóstoles
y criminales; aquellos han sido condenados, en Chicago, a la muerte en la
horca.
Tres de ellos ni entendían siquiera la lengua en que
los condenaban. El que hizo la bomba, no llevaba más de unos nueve meses de
pisar esta tierra que quería ver en ruina.
Uno solo de los siete, casado con una mulata que no
llora, es norteamericano, y hermano de un general de ejército; los demás han
traído de Alemania cargado el pecho de odio.
Desde que llegaron, se pusieron a preparar la manera
mejor de destruir. Reunían pequeñas sumas de dinero; alquilaban casas para
hacer experimentos, rellenaban de fulmicotón trozos pequeños de cañería de gas;
iban de noche con sus novias y mujeres por los lugares abandonados de la costa
a ver como volaban con esta bomba cómoda los cascos de barco; imprimían libros
en que se enseña la manera fácil de hacer en la casa propia los proyectiles de
matar; se atraían con sus discursos ardientes la voluntad de los miembros mas
malignos, adoloridos y obtusos de los gremios de trabajadores; “pudrían – dice
el abogado – como el vómito del buitre, todo aquello a que alcanzaba su sombra”.
En libros, diarios y juntas adelantaban en
organización armada y predicaban una guerra de incendio y exterminio contra la
riqueza y los que la poseen y defienden, y contra las leyes y los que la
mantienen en vigor. Se les dejaba hablar, aún cuando hay leyes que lo estorban,
para que no pudiesen prosperar so color de martirio, ideas de cuna extraña,
nacidas de una presión que aquí no existe en la forma violenta y agresiva que
del otro lado del mar las ha engendrado.
Prendieron esas ideas lóbregas en los espíritus
menos racionales y más dispuestos por su naturaleza a la destrucción; y cuando
al fin, como enseña de este fuego subterráneo, saltó encendida por el aire la
bomba de Chicago, se vio que la clemencia equivocada había permitido el
desarrollo de una cría de asesinos.
No embellece esta vez una idea el crimen.
Sus artículos y discursos no tienen aquel calor de
humanidad que revela a los apóstoles cansados, a las víctimas que ya no pueden
con el peso del tormento y en una hora de majestad infernal la echan por
tierra, a los espíritus de amor activo nacidos fatalmente para sentir en sus
mejillas la vergüenza humana, y verter su sangre para aliviarla sin miramiento
del bien propio.
Así se explica que los trabajadores mismos temblaron
al ver que delitos se criaban a sus sombra; y como de vestidos de llamas se
desasieron de esta mala compañía, y protestaron ante la nación que ni los mas
adelantados de los socialistas protegían ni excusaban el asesinato y el
incendio a ciegas como modos de conquistar un derecho que no puede ser
saludable ni fructífero si se logra por medio del crimen, innecesario en un
país de república, donde puede lograrse sin sangre por medio de la ley.
Así se explica cómo hoy mismo, cuando los diarios
fijaron en sus tablillas de anuncio el veredicto del jurado, no se oía una sola
protesta entre los que se acercaban ansiosamente a leer la noticia.
Y esta vez, ni un solo gremio de trabajadores en
toda la nación ha mostrado simpatía, ni cuando el proceso, ni cuando el
veredicto, con los que mueren por delitos cometidos en su nombre.
Y es porque esos míseros, dándose a si propios como
excusa de su necesidad de destrucción las agonías de la gente pobre, no
pertenecen directamente a ella, ni están por ella autorizados, ni trabajan en
construir, como trabaja ella, sino que son hombres de espíritu enfermizo o
maleado por el odio, empujados unos por el apetito de arrasar que se abre paso
con pretexto público en todas las conmociones populares, pervertidos otros por
el ansia dañina de notoriedad o provechos fáciles de alcanzar en revueltas, - y otros, ¡los menos culpables, los
mas desdichados!, endurecidos, condensados en crimen, por la herencia acumulada
del trabajo servil y la cólera sorda de las generaciones esclavas.
Aquí, a favor de la gran libertad legal, de lo fácil
del escape en esta población enorme, de la indulgencia que envalentonó la
propaganda anarquista, se reunieron naturalmente para su obra de exterminio
esos elementos fieros de todo sacudimiento público: los fanáticos, los
destructores y los charlatanes. Los ignorantes los siguieron. Los trabajadores
cultos se retrajeron de ellos con abominación. Los obreros norteamericanos
miraron como extraños a esos medios y hombres nacidos en países cuya
organización despótica de mayor gravedad y color distinto a los mismos males
que aquí los hábitos de libertad hacen llevaderos.
El silencio amparó la obra siniestra.
Porque entre otras cosas, los peligros mismos que, a
la raíz del proceso, corría el jurado, venían siendo garantía de que él no
daría veredicto de muerte contra los anarquistas, a tener la menor posibilidad
de evitarse así una inquietud para la conciencia y un riesgo para sus vidas. Si
la evidencia no era absoluta, el jurado se aprovecharía de ello para no
incurrir en la ira de los anarquistas.
Ya se sabe que el jurado aquí, como en todas partes,
no es como los jueces, que viven de la justicia y pueden afrontar los peligros
que les vengan de ejercerla con la protección y paga del orden social que los
necesita para su mantenimiento.
Estos doce jurados, traídos muy contra su voluntad a
juzgar a los jefes de una asociación numerosa de hombres que creen glorioso el
crimen, y criminales a todos los que se les oponen, habían de temer con razón
que los anarquistas, enfurecidos por la sentencia de sus jefes, llevasen a cabo
las amenazas que esparcían abundantemente, mientras se estaba eligiendo el
jurado.
Treinta y seis días tardó el jurado en formarse.
Novecientos ochenta y un jurados hubo de examinar para poder reunir doce.
Reunidos al fin, siguió por todo un mes la sombra
vista.
De noche reposaban los jurados en sus cuartos en el
hotel, vigilados por los alguaciles que debían librarle de toda comunicación o
amenaza; deliberaban; comentaban los sucesos del día; iban concentrando el
juicio; se distraían tocando el piano, banjo y violín. De día eran las
sorpresas.
Ya era el norteamericano Parsons, a quien la policía
no podía hallar, y se presentó de súbito en la sala del proceso, desaseado,
barbón, duro, arrogante; ya era que iban perdiendo su seguridad aparente los
presos, conforme el fiscal público presentaba en el banquillo como testigos a
los cómplices mismos de los anarquistas, el regente de la imprenta del periódico
que incitaba a la matanza, al dueño de la casa donde el recién llegado alemán
hacía las bombas.
Una joven repartía un día a los presos ramilletes de
flores encarnadas. La madre del periodista Spies oía día sobre día las declaraciones contra su hijo. El fiscal
presentó en su propia mano una bomba cargada, de las que se hallaron en un
escondite, fabricadas por uno de los presos, con ayuda del cómplice que lo
denunciaba desde el banquillo.
Cada día se veían crecer las alas de la muerte, y se
sentían aquellos infelices bajo su sombra.
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¡Pobres mujeres! La viejecita Spies, la madre del
periodista, estaba en su rincón, mirando como quien no quiere ver. Allí su
hermana joven. Allí la novia lozana de uno de los presos. Allí la mujer de
Schwab, desdichada y seca criatura, el cuerpo como roído, de rostro térreo y
manos angulosas, extraña en el vestir, los ojos vagos y ansiosos, como de quien
viviese en compañía de un duende; Schwab es así; desgarbado, repulsivo, de
funesta apariencia; la mirada caída bajo los espejuelos, la barba silvestre, el
pelo en rebeldía, la frente no sin luz, el conjunto como de criatura
subterránea.
Allí la mulata de Parsons, implacable e inteligente
como él, que no pestañea en los mayores aprietos, que habla con feroz energía
en las juntas públicas, que no se desmaya como las demás, que no mueve un
músculo del rostro cuando oye la sentencia fiera. Los noticieros de los diarios
se le acercan, mas para tener que decir que para consolarla. Ella aprieta el
rostro contra su puño cerrado.
No mira, no responde; se le nota en el puño un
temblor creciente; se pone de pie de súbito, aparta con un ademán a los que la
rodean, y va a hablar de la apelación con su cuñado.
La viejecita ha caído en tierra, a la novia infeliz
se la llevan en brazos. Parsons se entretenía, mientras leían el veredicto, en
imitar con los cordones de una cortina que tenía cerca el nudo de la horca, y
en echarlo por fuera de la ventana, para que lo viese la muchedumbre de la
plaza.
En la plaza, llena desde el alba de tantos policías
como concurrentes, hubo gran conmoción cuando se vio salir del tribunal, como
si fuera montado en un relámpago, al cronista de un diario, - el primero de
todos -. Volaba. Pedía por merced que no le detuviesen. Saltó al carruaje que
lo estaba esperando.
- ¿Cuál es, cuál es el veredicto? – voceaban por
todas partes. - ¡Culpables! – dijo, ya en marcha. Un hurrah, triste hurrah
llenó la plaza. Y cuando salió el juez, lo saludaron
FUENTE: “LITERATURA
Y PERIODISMO”
CANTARO EDITORES
ENERO
1998
Pág.:
50 à 55
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