Por Daniel M Forte
Era doloroso,
ese punto, la coordenada cero provocaba en ella una sensación de vacío en las
tripas. Languidez y asco trepaban hacia el pecho mutando en la más profunda de
las angustias. En el origen todo era oscuridad, una pegajosa oscuridad que
ponía en tensión todos sus sentidos teñidos con la certeza de ser atacada.
La primera vez
que huyó alejándose cada vez más de ese punto, se desdobló y se vio a sí misma
corriendo y perdiendo de a poco cada una de sus moléculas, las que curiosamente
volvían al origen. Sus ropas se disolvían, su piel desaparecía, ahora era una
masa de músculos en permanente disolución, los humores se esfumaban en pequeñas
gotas y se reagrupaban en el origen. Ella corría, se disolvía y se recreaba en
ese punto de partida y todo eso era observado en forma impersonal por ella
misma. Por fin se derrumbó el esqueleto y nuevamente se vio en la soledad, otra
vez en el origen, nuevamente en el dolor.
Sobrepuesta al
desconcierto inicial trató de entender lo que pasaba. Volvió a intentar la
huida tomando distintas direcciones; en todas ellas el fenómeno se repitió.
Allí sacó su primera conclusión: el proceso de disolución y reagrupamiento era
independiente de la dirección que tomara.
Era difícil
razonar en medio de la angustia, respiró hondo, se sentó en el piso con las
piernas cruzadas tal como lo hacía durante las clases de yoga, ¿las clases de
yoga?, recordó las clases, recordó el trabajo, las reuniones con amigos, su
historia. Ella tenía una historia fuera de ese punto inicial en donde se
encontraba, eso demostraba que la huida era posible, o tal vez no, tal vez sólo
era posible salir de allí a condición de volver.
Se incorporó,
dijo en voz alta:
–¡Voy a volver!
Comenzó
lentamente a alejarse. Un paso, dos, diez...
–¡Voy a volver!
Ya no se veía,
sólo caminaba en la penumbra repitiendo la frase como un conjuro:
–¡Voy a volver!
La alegría la
invadió, estaba huyendo, era posible la huida, no sabía hacia dónde, no
importaba, se podía, era posible, ya nunca más esa opresión en el pecho, nunca
más el dolor, ¡nunca más!
Se sorprendió
llorando de felicidad con los brazos en cruz sobre el pecho y caminando, ahora
con paso más ligero, se vio a sí misma en forma impersonal, angustiosamente
objetiva. Se vio entonces disolverse y recrearse en el origen.
Cayó de rodillas
y lloró, el origen no cree en palabras, el origen es un dios impiadoso que
percibe nuestros pensamientos, anticipa nuestras intenciones y aborrece
nuestros sentimientos.
Es posible
escapar, se dijo, y se incorporó, buscó a su alrededor algo que la ayudara a
huir, algo duro y filoso que le trajera la liberación del brazo de la muerte.
Sólo percibió la nada. El origen era el vacío.
Quedó largo rato
arrodillada en el suelo con la cabeza caída sobre el pecho. Su silueta era la
imagen misma de la derrota. Pensó en pedir ayuda, se irguió y comenzó a gritar,
a clamar, a suplicar. Un eco lejano y ligeramente radiofónico le devolvía las
palabras. Entonces, presa de la más terrible desesperación, empezó a golpearse
el vientre con los puños. Castigaba su cuerpo en un ritual frenético, el vientre, los pechos, la cabeza.
Su cabeza golpeó
levemente contra el vidrio de la ventanilla del colectivo en que viajaba, y se
despertó, siempre se despertaba en el mismo sitio, a dos cuadras de la parada
donde debía descender.
Volviendo a casa.