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martes, 22 de mayo de 2018

NÉMESIS

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Publicado en la Revista Qu Literatura Nº 22 2018
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Sábado de poca gente en este viejo bar, la San José de Flores que, huérfana hoy de su murmullo de fondo, deja oír, como a propósito, la música funcional.

Ne me quitte pas
Il faut oublier
Tout peut s'oublier
Qui s'enfuit déjà …


Bebo a sorbos mi coñac, el café que espere, ya daré cuenta de él y sospecho que no será el único, aunque se que este sabor amargo que regurgito desde lo mas profundo del alma no lo quitará ninguna bebida. No es fácil ser un hijo de puta.

…Oublier le temps
Des malentendus
Et le temps perdu
A savoir comment...

Lo hubieras pensado antes me dice mi cerebro y yo aguardo, -vas a ver que cuando te mande dos o tres coñacs empezarás a encontrar justificativos, y sino, tanto peor; mañana la vida continuará aunque en este momento no pueda responderme una simple pregunta, ¿Por qué?, la misma pregunta que hace media hora él grito llorando, desnudo, destrozado, vulnerable; y no me animé a contestarla. Se porqué lo hice, pero no se porqué quise hacerlo.

...A coups de pourquoi
Le cœur du bonheur
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas
Ne me quitte pas...

La ocasión hace al ladrón dice el dicho y en este caso, la casualidad dio al miserable que llevo adentro la oportunidad servida en bandeja, en bandeja, como un bocado sabroso pero ¿y mi voluntad?, siempre se puede decir no a la tentación porque el placer del momento, el dudoso placer, luego se paga con la culpa.
Mañana la vida continuará.

La ocasión me llevó a La Forja, un lugar de cultura en donde un amigo narrador se presentaba con su grupo, fui solo porque Gabi estaba ocupada con su trabajo y ese fin de semana no nos vimos. Yo sabía, ella me contó que él también narraba y que juntos habían estado en ese lugar, que los habían fotografiado y les habían dicho la linda pareja que eran. Si ella nunca lo amó fue porque él no se dejó amar, porque cuando lo conoció quedó fascinada; una mujer tan prolija, tan meticulosa, tan obsesiva encontró su par en un tipo que combinaba el color del cuello de la camisa con el de los pantalones y que, sospechosamente, ocupaba mucho tiempo en mirarse al espejo. Realmente hacían una linda pareja, el uno para el otro o, tal para cuál. Antes de que esa cáscara brillante se degradara, ella fue feliz, realmente se la veía alegre diciendo a quien la quisiera escuchar que todo fluía y fue tal su entusiasmo que a días de haberlo conocido, poco después de su cumpleaños, una foto de los dos se exhibía en la portada de su Facebook en la que llovían elogios y felicitaciones.
Allá en La Forja lo vi, no soy buen fisonomista pero sabía que era él; un temblor angustiante me sacudió el pecho y, sin saber porqué, me acerqué al grupo donde estaba y en el que mi amigo comentaba no se que cosa, fui como la polilla a la llama, una polilla consciente que cede al impulso pero sabe que debe mantener la distancia si no quiere morir calcinada.
Me sumé entonces al grupo y, paulatinamente fui participando de la charla; él casi no hablaba, pero yo conocía su timidez, su prontuario, sus debilidades, sus incapacidades emocionales, algún que otro secreto y lo más importante, esa potencialidad latente que habitaba en su interior y que debía convertir en el instrumento de mi venganza.
Poco a poco, con la precisión de un maléfico ajedrecista fui llevando la charla hacia temas de su interés. La provocación surtió efecto y esa noche terminamos los dos charlando hasta tarde acá, en la San José de Flores. La mosca, sin siquiera sospecharlo ya estaba enredada en la telaraña, una sutil y perversa telaraña y una cosa llevó a la otra en la dirección del plan; fingí coincidir políticamente y una tarde me invitó a una actividad de su organización, luego a una presentación en la que él narraba y en donde me deshice en elogios; luego, más y más charlas en donde poco a poco se fue desnudando su interior genuino y el mío fabricado para un fin.
Es curioso que en ningún momento cuestioné mi actitud ni me propuse detener esa locura; estaba poseído por un frenesí vengador contra alguien que nunca se propuso lastimarme, un pobre tipo atormentado por sus contradicciones y que en definitiva, solo buscó lo que buscamos todos, un poquito de amor, de ternura, de comprensión; solo quiso tener a ese ser que nos valora, que nos consuela, que nos estimula, que nos reta, que nos acaricia, que nos extraña y al que extrañamos.
Fue en su casa, después de una conversación en donde hice hincapié en la honestidad. Recuerdo haberle dicho que la honestidad empieza por uno mismo, en asumir lo que se es y defenderlo. Y lo besé.
Se quedó petrificado, una de sus mejillas comenzó a ponerse de color púrpura hasta que dijo que me fuera,  -si preferís seguir viviendo una mentira, allá vos –  le dije mientras recogía mis cosas; cuando llegué a la puerta corrió hacia mi y volvimos a besarnos.
Después del sexo me agradeció; dijo que se sentía liberado, que no podía explicarme la felicidad que sentía. Quedamos en vernos al otro día.
Hoy fui a su casa, le dije, con una frialdad asesina, que no seguiría con esto y se quedó atónito, apenas balbuceó  -¿por qué?-  antes de romper a llorar.
Quise decirle que era mi venganza, que por él Gabi había sentido una felicidad que nunca sintió conmigo, que para mi no era una persona sino el símbolo de lo que ella jamás sentiría por mi y entonces, un nudo en la garganta hizo imposible la palabra, sentí vergüenza y asco de mi mismo. Me fui sin decir nada, como una rata.
Voy a tomarme otro coñac y después volveré a mi casa.
Mañana la vida continuará.

Daniel M Forte
04/10/17




martes, 15 de mayo de 2018

EL NEGRITO LORENZO

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La historia que aquí se cuenta, en esencia es real.
El Negrito Lorenzo existió y espero que aún siga con vida.
Este relato figura en la antología Morir Cuerdo y Vivir Loco.
Daniel M Forte
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El que no sabe de amores,
no sabe lo que es martirio.
Chabela Vargas


Triste y heroica historia la del negrito Lorenzo, angoleño y comandante del ejército popular de la joven nación recién emancipada y desangrada por la guerra civil que llevó al poder al Movimiento Popular para la Liberación de Angola, en el que combatía desde los once años, cuando los guerrilleros llegaron a su aldea y hablaron de libertad, de derechos, del futuro luminoso por el que valía la pena morir.
Con ellos se fue a pelear contra los colonialistas portugueses y uno a uno fue ganándose los grados hasta que el propio Agostinho Neto, en un día caluroso y húmedo, ante la tropa formada le entregó la estrella de comandante; ese día supo lo que era el éxtasis, allí estaba su líder, al que no había visto nunca, y veneraba como a un dios. Al principio no dio crédito ante quién estaba, se lo imaginaba mucho más alto, como de tres metros, y más robusto también; su voz no sonaba como el rugido del león y esas gafas lo volvían terrenal y cotidiano, pero cuando estrecharon sus manos le temblaron las piernas.
En el ejército popular se hizo hombre. Entre combate y combate asistió a la escuela, aprendió a leer y a manejar los números. Se enamoró de Marx, de Lenin, de Voltaire, de Jack London y dentro suyo creció esa sed por la cultura que hacía brillar sus ojos, grandes y vivaces sobre una dentadura blanca que se destacaba toda vez que sonreía.
Negrito valiente, pero no gallardo, era un típico angoleño; bajo, de piernas cortas, pecho ancho y rasgos duros, casi simiescos, que se acentuaban cuando estaba enojado. Y el negro tenía motivos para estar enojado.
Los de Angola no sienten aprecio por los nigerianos, nadie dice por qué pero todos saben que en el fondo es pura envidia. El nigeriano es esbelto, musculoso, de rasgos finos y siempre miró con desdén a su primo de Angola.
Fue en un día de verano, poco después de la victoria, cuando Lorenzo y otros comandantes fueron citados al Estado mayor.
Allí se les explicó que la nación se veía en la necesidad de crear su propia fuerza aérea y que ellos habían sido seleccionados para recibir entrenamiento de pilotos de caza en la Unión Soviética; Lorenzo tembló de emoción por segunda vez en su vida: ¡ahora él iba a pilotear esas máquinas del demonio con que los colonialistas los rociaban con napalm!
Pero las cosas no siempre salen como uno las imagina. El viaje en avión fue placentero, todo novedad; los asientos que se reclinaban, el baño, la comida y la belleza de las azafatas rusas; hasta que por fin, descendió en el aeropuerto de Moscú. El negro estaba maravillado.
Cuatro horas en camión duró el viaje hasta la base de entrenamiento donde tras  una corta bienvenida, les informaron que al día siguiente harían el vuelo de bautismo. Allí empezaron los problemas.
Amanecía y el comedor de la base era toda agitación, Lorenzo devoró el desayuno con glotonería; los nervios le daban hambre. Alguien pronunció bastante mal su nombre.

Era un ruso enorme y rubio, aunque en verdad, no tan alto como a Lorenzo le pareció. Hablaba portugués arrastrando las erres, pero se le entendía. Este oficial soviético lo condujo a un vestuario y, con paciencia le enseñó a colocarse el traje presurizado, a respirar por la mascarilla de oxígeno y a ponerse el casco; luego salieron a la pista.
El MIG 25, como un enorme pájaro, esperaba haciendo brillar sus metales, rojizos a la luz del amanecer. Un camión cisterna junto a él lo alimentaba a través de una negra manguera introducida en sus entrañas. Pronto el pájaro estuvo satisfecho y el camión se fue.
Dos asistentes le ayudaron a subir por la escalerilla y le indicaron el asiento delantero, el de los estudiantes; pasaron correas por sus hombros y por sus piernas. No le gustó que lo ataran.
Otro hombre se ubicó en el asiento trasero y algo le dijo en ruso por el intercomunicador.
Los asistentes retiraron la escalerilla y se alejaron, la cabina se cerró; un leve rugido y moviéndose lentamente el pájaro se dirigió a la cabecera de pista. –No es tan terrible –pensó, –tanta fanfarria para esto-. La radio, entretanto, dejaba escuchar la conversación del piloto con la torre.
El pájaro pareció sentarse sobre su cola de donde ahora salía un rugido terrible acompañado de una larga lengua de fuego que Lorenzo no veía.
Una corta y veloz carrera en donde algo insoportable le oprimió el pecho haciendo dificultosa la respiración, y el MIG, con su nariz apuntando al cielo se elevó.
Quince minutos pueden ser una eternidad; toneles, barrena invertida, loops, picadas, nada ahorró el piloto para templar el carácter del futuro aviador, dejando, como es obvio, lo mejor para el final.
Algo empujó al avión hacia adelante y al instante una terrible explosión lo hizo temblar al romper la barrera del sonido. Luego, silencio sepulcral, y allí Lorenzo, el bravo comandante angoleño, descubrió con horror que se estaba cagando; la pastosa y caliente sustancia salía de su cuerpo sin poder evitarlo.
Intentó cerrar las nalgas levantándose ligeramente y lo único que logró fue que la mierda resbalara por sus piernas y se introdujera en las botas.
Allí estaba, volando a velocidad supersónica sentado sobre un caliente colchón de mierda.
En los últimos minutos de vuelo, el instructor decidió regalar a su alumno un paisaje digno de ser retratado. El MIG volaba bajo y a velocidad mínima balanceándose ligeramente. En el horizonte se destacaban algunas aldeas y la geometría de los sembrados; algunos tractores y vehículos varios por los caminos vecinales; en verdad un hermoso cuadro para ser observado sin tanta materia fecal entre las piernas. En un pésimo portugués, el piloto le dijo que podía quitarse la mascarilla y abrirse el traje; Lorenzo obedeció y el instructor, que también lo había hecho dio un grito en ruso y algo comunicó a la torre recibiendo como respuesta una sonora carcajada.
Descendieron.
El Comandante Lorenzo caminaba a pasitos cortos con las piernas abiertas como si hubiera montado a caballo, percibía cerca suyo la sonrisa burlona de los rusos, no muy disimuladas por cierto. Alguien lo palmeó y le dijo que –no se entristezera usted, pasan cosas tales en primer vuelo –.

Ya solo en el vestuario, se desnudó y arrojó todo su equipo a un gran piletón de cemento,  lenta y angustiosamente lo fue lavando en un último acto de dignidad en donde las lágrimas se aunaron con el agua marrón que brotaba de las prendas. Terminada la tarea se duchó, y un largo rato estuvo sentado en el piso, con el agua caliente y sus lágrimas mezclándose sin consuelo.

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Hepatitis; ¡sólo eso le faltaba!
Fue a los pocos días del vuelo de bautismo, lo llevaron a un enorme hospital en Moscú. Allí conoció a Rubén, su ocasional compañero de habitación; argentino, militante del PC en viaje de estudios y padeciendo el mismo mal. Se hicieron amigos.
Con Rubén la mayor parte del tiempo la pasaban en una salita junto a otros enfermos, un verdadero crisol de nacionalidades. Había haitianos, chilenos, búlgaros y hasta un enorme nigeriano, alto y alegre que estudiaba en la Universidad Lumumba y que no dejaba de bromear con Lorenzo. Así transcurrían sus días de internado hasta que otro mal mucho más dañino lo atacó.
Fue en el pecho, ligeramente del lado izquierdo en donde el negro recibió un lanzazo mortal, preciso, fulminante. Se llamaba Irina, la pollera más cortita y el rostro más bello del hospital. Rubia, ojos grises, hoyuelo en el mentón y una sonrisa encantadora. El negro se enamoró.
De día, de noche, de tarde, Rubén soportaba estoico la charla monotemática; a veces insinuaba algún consejo para que el negro se callara. Mala idea: sólo alimentaba ese fuego que a Lorenzo le consumía las tripas.
Un día, el negro consiguió flores y se las obsequió a la linda enfermerita que le sonrió amable, prudente, distante y educada. El tocó el cielo con las manos.
Hasta que se decidió, fue hasta la oficina de las enfermeras donde había visto entrar a Irina y le confesó su amor, torpemente intentó besarla. Ella lo apartó y lo reprendió en ruso; su cara estaba roja de vergüenza y de ira. Lorenzo no entendió las palabras pero sí el mensaje. Volvió a la habitación y se arrojó en la cama y en el abismo de la desesperación.
Dos silenciosos días pasaron hasta que la siesta de Rubén fue triturada por una mano negra que lo sacudía. Se incorporó somnoliento empezando a comprender la actitud del Ku-Klux-Klan. A desgano abrió los ojos.
Lorenzo le contó lo sucedido en la oficina y esbozó su interpretación del hecho.

– ¡Esa mina es racista!

Lo dijo con convicción, como se dice la conclusión de un elaborado análisis.
Curioso que se hubiera referido a Irina como mina, porque en alguna charla con Rubén, le había causado mucha gracia ese término con que los argentinos llamaban a las mujeres, luego lo reprendió acusándolo de machista atrasado;

–Una mina es un agujero en la tierra. Para un revolucionario la mujer es más que sólo un agujero.

– ¡Racista!

Rubén lo miró perplejo.

– ¡No seas cretino, negro! Estamos en un país socialista.

– Sí hermanito, pero todavía deben persistir resabios racistas; por ejemplo, ¿has visto algún dirigente soviético que sea negro? ¡Es así! Tú me has llamado negro, y no eres racista, lo sé por la forma en que pronunciaste la palabra negro. Una mujer puede llamar negrito, negrazo o mi negro al macho que la perfora; un padre llama  negrito a su hijo, pero lo hace de una manera distinta a como lo pronunciaban los colonialistas, ¿me entiendes?

– ¡Es racista!, y yo  hablaré con mi embajador, esto no queda así, no puede permitirse.

¿Qué decirle a alguien que se aferra a una convicción cuando la verdad es dolorosa? Rubén guardó silencio mientras Lorenzo desarrollaba en profundidad la idea. Horas después, tras la cena, se durmieron. Pero la tierra soviética y la revolución angoleña se empeñaron en negarle al convaleciente argentino un poco de descanso. Casi a medianoche fue despertado.

–Algo extraño está ocurriendo, acompáñame.

Fueron hasta la oficina de enfermeras, furtivos, silenciosos; la luz se colaba por una ventana que daba al pasillo, mal tapada por una cortina interior. Cada uno miró hacia adentro por las rendijas descubiertas en los costados.
Sorpresa, estupor, angustia y morbo se repartieron en partes desiguales al observar la escena. Allí estaba Irina con aquel nigeriano, de espaldas a él y apoyada en una mesada. La pollerita blanca levantada dejaba ver unos hermosos muslos mientras que de la boca semiabierta salían sensuales gemidos.
Rubén, con sorpresa, dijo algo que Lorenzo no escuchó.

–Le está rompiendo el orto

Daba igual, la escena era explícita por sí misma. Volvieron a las camas.
Al otro día, muy temprano, el Comandante Lorenzo, héroe de la independencia de Angola, abandonó el hospital.

No se despidió de nadie.


                                                                                     Daniel M. Forte
                                                                                          11/10/12



     

sábado, 5 de mayo de 2018

BROMA MACABRA


Publicado en la antología "Morir Cuerdo y Vivir Loco"

La oficina era amplia y soleada, lujosa en comparación con otras del Departamento, pero años y galones vienen acompañados de algunos privilegios y cuando eso ocurre, hay que disfrutarlos. Sin embargo, al igual que en los más humildes sucuchos asignados a los oficiales novatos, flotaba en el ambiente ese olor característico de ciertas reparticiones públicas; fragancia azul rati, le llamaban.

              – ¿Sabe doctor lo que más extraño de los viejos tiempos? Escuche.

El Comisario Varela se llevó el dedo índice a su oreja.

                            –No oigo nada.

– ¡Exacto! Eso es lo que extraño, el tableteo de las máquinas de escribir. Hoy es todo informática y los dinosaurios como yo no hacemos buenas migas con esos aparatos.

–Es que estamos pasados de moda, Comisario, yo también extraño aquellos tiempos, eran, ¿cómo decirle?, más románticos. Los forenses usábamos los ojos, el olfato, el tacto; estábamos más atentos al detalle. Hoy los nuevos, si no tienen toda esa aparatología no saben hacer un diagnóstico.

Varela hizo silencio mientras el doctor Gutiérrez colocaba su portafolios de cuero marrón, que había visto mejores tiempos, sobre el escritorio. “Los polis somos crueles –reflexionaba–. Miren si no a este buen doctor, buen tipo, eficiente, ¡casi genial! y sin embargo, lo llamamos Muerte espantosa. ¡¿Quién habrá sido el hijo de puta que le puso ese apodo?!”

Las manos del doctor, amarillas por años de cloroformo, de hurgar tripas descompuestas y serruchar huesos, sacaron un sobre del portafolio.

                  –Mi informe del caso D’angelo.

                  –Después lo leo en detalle, deme un pantallazo de lo que averiguó.

Gutiérrez abrió el sobre y le entregó al Comisario varias fotografías.
      

           –Clara D´angelo, veintidós años, profesora de gimnasia. El novio
           la encontró muerta en su departamento.

            –Por lo que veo, acuchillada.

                  –Son heridas poco profundas. Murió por estrangulamiento.

                  – ¿Abusaron de ella?

     

            –Tomamos muestras de semen en la cavidad bucal, en la vagina 
            y en el ano.
            Aparentemente fue sexo consentido, en el ano hay restos de vaselina.
            Por las marcas en el cuello, el agresor es de talla baja. 
            La dilatación de las cavidades muestra que el hombre no está 
            muy bien dotado, es más, su pene es bastante pequeño.

                  –Comprendo, petiso y de pija corta. Buena arcilla para moldear 
                  un psicópata.

                  –Y eso no es todo, el tipo es estéril. Su fluido seminal no contiene
                    espermatozoides.

                  – ¡Cartón lleno!                

–Observe las fotos, la estranguló por detrás, luego la acuchilló en la espalda,
no quiso ver su rostro mientras lo hacía.

                  – ¿Tenemos el arma?

                

           –Un cuchillo de cocina. Hay varios iguales en el departamento de la
           víctima. Está limpio, ni una huella digital.

-                                     –O sea, no hubo premeditación. ¿Indicios de robo?

                  –Todo está en orden, me inclino hacia el crimen pasional.

                  – ¿El novio?

                  –Es jugador de básquet, debe medir como dos metros. Igual ordené 
                  un ADN.

                  – ¿Hora del deceso?

                  –Entre las diecinueve y las veintiuna.

                  – ¡Permiso, mi comisario!

La sargento González esperó en la puerta, un leve ademán de Varela hizo que entrara a la oficina. La mujer esbozó una sonrisa suplicante.

                  – ¿Puedo pasar a su baño?

Varela sonrió

                  –No sé por qué lo llamás mi baño. Cuando me dieron esta oficina me dije:
                 ¡con baño   privado! Y resultó ser que se convirtió en el baño del pueblo.

                  –Es que el de los pasillos, es…

                  – ¡Dale, pasá!

Un rato después, la mujer, más aliviada, agradeció al Comisario y se retiró.

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Marcela sentía que un pulpo furioso nadaba por sus tripas. Días antes, que a la distancia parecían siglos, era una chica normal. El trabajo, las salidas con amigos y la vida cotidiana sin sobresaltos. Y allí estaba, sentada frente a dos policías y Clarita muerta, asesinada.

                  –Soy el comisario Varela, él es el Principal Müller y estamos a cargo de la
                    investigación del crimen de Clara D´angelo.

La muchacha bajó la cabeza.

                  –Sé cómo se siente, pero necesitamos su colaboración para esclarecer el hecho.
                    Por favor, diga su nombre.

                  –Marcela Sánchez.

Entregó su documento a Müller, cuyos rápidos dedos bailaron sobre el teclado.


              –Según los datos preliminares, usted fue la última persona que vio
              con vida a Clara.


                  –Estuvimos toda la tarde en el departamento, me fui a eso de las siete, a mi casa.

                  – ¿Notó algo raro en su conducta?

                  –No, estaba como siempre, linda, alegre, buena. ¡Y ahora ya no está!

La joven sacó una cajita de pañuelos descartables de su cartera, extrajo uno y se enjugó las lágrimas. Un agudo zumbido retumbó en sus oídos.

                  –Me siento mal, ¿puedo pasar al baño?

                  –Adelante, es esa puerta.

El comisario no pudo dejar de pensar “¡Otra que me usa el baño! Si cobrara entrada me hago rico.”

Marcela volvió con mejor semblante. Concluido el interrogatorio firmó la declaración y se fue.

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La escena del crimen, una más de las tantas presenciadas a lo largo de treinta y dos años. Al final todas se parecen.

El departamento estaba en orden, un dos ambientes en contrafrente, limpio y cuidado con pulcritud femenina, como si nada hubiera allí ocurrido. Salvo por el contorno de tiza dibujado en el suelo del living nada delataba la tragedia. Müller, con una gruesa carpeta en sus manos informaba a su jefe.
             

–La puerta no fue forzada. En el picaporte sólo están las huellas del novio, Omar Perrone, y en las canillas de la cocina encontramos otras, junto con algunas gotas
de sangre que no son de la víctima ni del novio.

El comisario quedó pensativo.

                  –La amiga se fue a las siete más o menos, la portera la vio salir a esa hora. 
                  El  novio denunció el hecho a las nueve. 
                 ¿Qué ocurrió entre esas dos horas?

                  ¿Interrogaron a los vecinos?

             –Sólo a los del 2º A, no estaban a esas horas. En el 2º C no había 
              nadie cuando fuimos.
           
                  – ¡Y no se les ocurrió volver! ¡Vamos!

El hombre abrió la puerta y palideció. Era bajito, menudo y de ojos saltones. “Lombroso se haría un picnic con esta caripela”, pensó el Comisario.

                  –Sí, conocía a Clara, era una buena mina.

                  – ¿Qué trato tenían?

                  –El normal entre vecinos.

                  – ¿Estaba usted ese día entre las siete y las nueve?

                  –Sí.

                  – ¿No escuchó nada?

                  –No, o sí. Bueno, sentí una discusión a eso de las seis más o menos; dos     
                   mujeres, supongo que una era Clara.

                  – ¿Nada más?

                   –No.

                  –Déjele sus datos al principal y disculpe la molestia.

Marcela Sánchez, en un segundo interrogatorio, pidió perdón por el olvido y reconoció haber discutido con Clara.
                 

–No estaba bien, señor comisario, le juro que me olvidé. ¿Qué importancia
puede tener una tonta discusión entre mujeres? Yo ya ni sé por qué peleamos.



                  – ¿Pelearon?

                  –Discutimos, nada más. Luego me fui.

Varios días pasaron con la investigación empantanada. Una mañana Müller entró a la oficina de Varela llevando un expediente en sus manos y con aire triunfal.

                  – ¡Lotería, jefe!

                  – ¿Escabiando temprano?

                  –No, pero le aseguro que da para un brindis. Mire

Prácticamente le arrojó la carpeta en las manos.

                 –El del 2º C, Atilio Grossi, tiene antecedentes. Hace diez años vivía en Temperley y la vecina de su departamento, una piba de veinte, apareció violada y ahorcada. Todos sospecharon de él pero el juez lo declaró inocente. No dejó un solo rastro el hijo de puta.

             

             –Acá dejó su semen. ¿Un descuido? ¿O no fue premeditado y entonces 
                   aprovechó la oportunidad sin haberse preparado?

                  –Tal vez tuvo que salir rápido.           

– ¿Y limpiar todo, hasta el picaporte? A propósito, ¿qué pasó con las huellas
y la sangre en las canillas de la cocina?

                  –Las están analizando.

…………………...

Atilio Grossi, con las manos esposadas en la espalda y un pullover tapándole la cabeza, fue introducido al patrullero ante la mirada de los vecinos y los flashes de los periodistas.
En una bolsa de residuos lista para ser sacada, la policía halló una copia de la llave del departamento de la víctima.
     
      –Ella me pidió que le cambiara los cueritos de las canillas de la cocina. Yo intenté desarmarlas con una pinza, pero me lastimé el dedo, así que le dije que iba a conseguir una
llave francesa y al otro día se los cambiaba. Me dio la llave porque no iba a estar. Los cueritos los compré en la ferretería de la vuelta, pregunte al ferretero si miento.


                  – ¿Tanta confianza había como para que te dé la llave?

                  – ¡Qué sé yo! Ella me la dio.

                  – ¿Y por qué la tiraste?

                  –Me asusté, hace tiempo me acusaron injustamente de algo que no hice.

                  –Sí, se nota que sos un angelito. ¿Qué pasó? ¿Te calentaba ese culo paradito y                      como no te dio bola te la cargaste?

                  – ¡Yo no hice nada, se lo juro!

Tres días después el juez ponía en libertad a Grossi, no hubo empatía entre su ADN y el del semen hallado en la víctima.

                  –Mi estimado Müller, estamos como cuando vinimos de España.

Al poco tiempo, apareció un agente de policía en el despacho del comisario, le dijo que alguien podía aportar datos para su investigación.
       

–Vi por el noticiero al novio de la piba que mataron, no quería meterme pero mi mujer me convenció. Yo lo llevé ese día en el tacho. No iba solo, lo acompañaba un pendejo
de no más de trece o catorce años, muy flaquito.

                  – ¿A qué hora fue eso?

                  –No más de las ocho y media de la noche.

La pesquisa se puso en marcha. Hurgando y hurgando dieron con el utilero del club donde el novio de Clara jugaba al básquet, un hombre mayor con una delatora ronquera ganada a fuerza de tabaco y vino barato.

                  –Omar es un tipo que no hace prisioneros, tiene facha y buena labia, las minitas                   se le regalan y aparte, por lo que dicen, es medio fiestero el hombre.

                  – ¡Ahá! Y eso qué tiene que ver con el asunto.     

–Tiene un primito que se llama Eugenio al que quiere mucho y que también viene al club. Ese día escuché que le decía que lo iba a llevar a debutar con una mina a la que
le había hecho el verso del noviazgo.

Ni bien se fue el utilero, Müller y Varela intentaban sintetizar los datos.

                        – ¡Cómo no se nos ocurrió! Buscábamos a un tipo bajito, ¿por qué no un pibe?

                  –La piba no quiso, o sí,  y el pendejo, vaya a saber por qué, se rayó y la mató.

                  – ¿Y el novio por que no lo paró?

–Debe haberse ido, para que estén más íntimos, luego volvió y al verla muerta le dijo al pibe que se vaya e hizo la denuncia.
                  –Eso cierra.

En la sala estaban presentes los abogados, el fiscal, el representante de la defensoría de menores y los dos policías. Eugenio no paraba de llorar.

                  – ¡Ya se lo dije! Entramos y la vimos muerta, Omar me dio plata para el taxi y me         dijo que no se lo dijera a nadie. Yo me fui a mi casa.

El menor fue entregado a sus padres quienes consintieron en que se le extraiga una muestra de ADN. El resultado fue negativo. A Omar lo demoraron y se le inició una causa por falso testimonio.

En el despacho del Comisario reinaba el silencio. Müller se veía abatido. Varela le habló cariñosamente.

                  –Estas cosas pasan, muchacho. En treinta y dos años de carrera, ¿sabés cuántos               casos tuve que cerrar sin resolver? Este oficio a veces es muy ingrato.

Müller se puso de pie.

                  –Si no se opone me retiro.

                  –Andá nomás.

Al llegar a la puerta se volvió.

                 –Es posible que las cosas sean así, pero que un asesino quede impune es una cagada.

                  –Es la vida, muchacho.

El principal ya descendía por los primeros escalones cuando el rugido de su nombre lo detuvo en seco. Corrió hasta la oficina de Varela. Lo encontró de pie.

                  –¡¿Qué dijiste cuando te ibas?!.

                  –Nada, que está mal que un crimen quede impune.

                  –¡No dijiste eso! ¡¡Dijiste que era una cagada!!  ¡Llamá a Muerte espantosa ya!

La charla telefónica fue breve.

                  –Pero entonces, ¿es posible?

Varela colgó.

                  –Llamá al juez y pedile una orden de allanamiento.

Era una casita de estilo inglés, construida por el ferrocarril a principios del siglo veinte en un barrio para sus trabajadores.
Marcela abrió la puerta, vestía una camisa anudada que dejaba ver su vientre y un diminuto pantaloncito; las sandalias que calzaba daban lustre a unas piernas perfectas. Parecía una muñeca.

                  –Hola Marcela, ¿podemos pasar?

                  –Estoy ocupada, comisario.

Müller le entregó la orden de allanamiento y pasaron al living.             

–Ella es la doctora Silvera, del cuerpo médico forense. Si estás de acuerdo te va a revisar. Podés negarte, pero entonces tendremos que detenerte y hacerlo en presencia
de tu abogado.

Marcela se sentó en un sillón, tapó su rostro con ambas manos y rompió en llanto; luego, comenzó a hablar a borbotones.

                 –¿Sabe lo que fue mi vida? ¡Un calvario! A los quince me enamoré de un chico, lo                amaba con  toda la pasión de la que puedo ser capaz. 
                Una noche, en la plaza me tocó… ahí; me dijo puto de mierda y me dio una trompada. Caí al piso y me pateo hasta que se cansó, no me dio tiempo de explicarle. Todo fue horrible hasta que conocí a Clara. Abrió la cortina de la ducha del club y me vio, no dijo nada pero después hablamos mucho. Le fascinaba ver que yo tenía los dos sexos, que podía gozar como hombre y como mujer. Con ella gocé y la hice gozar, pero todo cambió cuando conoció a Omar. Le dije que no le convenía, que para mí no era un buen tipo. Ella se enojó mucho, me dijo cosas horribles: que él por lo menos era un macho con una poronga enorme y no esa porquería que tenía yo que no le hacía ni cosquillas. Luego se rió, dijo que era una broma de la naturaleza, ni hombre ni mujer, una aberración, un monstruo. Lo demás, ya lo saben.


En la oficina de Varela, el principal Müller daba los últimos toques al informe del caso.

                  –¿Cómo lo supo, comisario?     

–Fue por algo que dijiste, ¡una gran cagada! Me acordé que cuando Marcela vino por primera vez pasó al baño. Al rato fui yo y vi algo que siempre me enfurece: la tabla del inodoro salpicada de pis. Me enojé tanto que pensé en llamarlos a todos y cagarlos a pedos, pero después seguí con lo mío y me olvidé hasta que vos dijiste eso que me hizo saltar la ficha. Era evidente que Marcela orinaba de pie. Luego lo llamé a Gutiérrez y eso completó el cuadro: el miembro pequeño, el semen estéril, el cuerpo menudo.
              

–El diagnóstico, según Gutiérrez, es seudohermafroditismo. Esos fenómenos, me dijo, se perciben en el nacimiento, y cuando es así se amputa el pene. Pero a veces, recién se
manifiestan en la pubertad, por eso fue anotada como mujer.

                  –Lo importante, jefe, es que se resolvió el caso.

               –Muchacho, hay algo peor que no resolver un caso, y es resolver un caso que uno 
               no hubiera querido resolver.



Hermes, Dios de viajeros, comerciantes y ladrones se unió con Afrodita, Diosa del amor, y así nació un hermoso joven al que llamaron Hermafrodito, hijo de Hermes y Afrodita.
La náyade Salmacis se enamoró perdidamente del muchacho, pero no fue correspondida. Entonces, presa de un inmenso dolor pidió a los Dioses que unieran su cuerpo al de su amado.  Su deseo fue concedido. Desde entonces, Hermafrodito posee los dos sexos.


Daniel M. Forte
   05/09/10