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miércoles, 16 de diciembre de 2015

DOS ESTRELLAS FUGACES ( Un cuento de Navidad)

DOS ESTRELLAS FUGACES
Un cuento de Navidad

 Daniel M Forte
     01/04/11
Veinticuatro de diciembre; casi las doce en estas latitudes. Noche de paz, noche de amor.
Una persistente y fría llovizna azota de a ratos aquel agujero cavado en esa tierra arcillosa; el improvisado techo de troncos y lona embreada gotea en varios lugares y convierte al suelo en una pasta pegajosa. Un fogón irradia su tibieza y hace brillar las pupilas de los seis soldados sentados en círculo a su alrededor. Están felices, les han dado vino y chocolate, tienen carne en conserva, pan fresco y esa felicidad colectiva que se mezcla con las tristezas personales emergentes del recuerdo. Allí están, sintetizados en su condición de carne de la guerra, el estudiante, que opera los controles de la batería, aquel que alguna vez para esta fecha destrozando el papel del envoltorio recibió ese trencito a pilas y el campesino, que no recuerda regalo alguno pero añora la chacra, las vacas y los amaneceres del campo. Cada tanto, alguno abre su lata y come en silencio acompañando el bocado con un trago de vino, luego vuelve la vista nuevamente al hipnótico fuego.
Afuera, el viento sacude la lona que tapa el cañón antiaéreo; hay tregua, es lo que dijeron, hoy su boca redonda amordazada no rugirá escupiendo sus mortales luciérnagas; mas allá, la lluvia castiga toda esa devastada geografía oscura y profunda en donde los bosques circundantes apenas se perfilan en el horizonte.

¡No vaya a chocar con Santa Claus!, ¡buena suerte!, fue lo último que escuchó por la radio; chiste fácil y estúpido, pero no culpaba a aquel operador; el también estaba allí en Nochebuena lejos de los suyos. La luna, en toda su redondez brillaba en lo alto desparramando su tenue luminosidad dentro de la carlinga. Volaba por sobre esa espesa capa de nubes a velocidad de crucero, llegado el momento bajaría a ras del suelo y una vez identificado el blanco soltaría el misil. Mientras tanto, esperar.
Frente a el, como hecho a medida, un pequeño rectángulo en el panel, libre de instrumentos, exhibía pegada una fotografía desde donde una mujer rubia, vestida con un corto pantaloncito y con una niña en brazos le sonreía.
Uno de los soldados se puso de pie dejando sobre el piso la botella de vino; estiró su cuerpo y sintió crujir los huesos; algunos levantaron en silencio la mirada y volvieron a sus voces interiores. El soldado se ajustó el capote, cubrió su cabeza y salió; el chapoteo de sus pasos resonó en el refugio. Ya afuera, aportando sus aguas al terreno y sintiendo la llovizna empaparle la cara, miró el cañón tapado con la lona que se sacudía como un patético espantapájaros y sintió que toda esa noche era una gran mentira, nada de paz, nada de amor, nada de alegría; hasta la posición era solo un señuelo; las verdaderas baterías antiaéreas estaban ocultas en los bosques. ¿Sería acaso la tregua de la que hablaron también una mentira? Miró al cielo y sintió frío, pesadamente volvió a su lugar junto al fogón y se bebió de un trago el vino que aún quedaba en la botella.

El localizador alertó con su grave sonido al piloto; llegó por fin el momento del descenso.
Empujó con suavidad hacia adelante la palanca y el pájaro de duraluminio se introdujo entre las nubes, primero una lechosidad dorada lo envolvió, luego la oscuridad total y las gotas de lluvia dibujando líneas rectas verdosas y fosforescentes por efecto de la luz del instrumental en el vidrio de la cabina. Por costumbre miró hacia abajo y pensó que en guerras pasadas, cuando los aviones no eran más que tres maderas cruzadas, la vida se exhibía en un honorable romanticismo; los sentidos y la destreza del piloto lo eran todo; se veía cara a cara al enemigo. Ahora, bajo su nave todo era oscuridad, sus oídos, sus ojos y hasta su intuición se subordinaban al instrumental, el enemigo quedaba reducido al termino “objetivo”, como si despersonalizándolo se diluyera el simple hecho de matar.
En el refugio, el pesado silencio se parte de a ratos por el crujir de los maderos del fogón, cuya luz rojo amarillenta proyecta en las paredes sombras alargadas y oscilantes como negros espectros danzarines. En uno de los rincones, la verdosa pantalla del radar gira su monótono haz. Alguien, como respondiendo a una melodía interior empieza a cantar en voz muy baja; otro lo sigue desafinando y palmeándole el hombro; un tercero levanta la mano empuñado su botella de vino, copia el ritmo y en el vaivén el líquido despide destellos ambarinos. Ahora todos cantan a voz en cuello. 
Una seguidilla de beeps y el rectángulo sobre un punto luminoso en la pantalla. No necesita pensar, sus manos actúan por cuenta propia en la maniobra tantas veces repetida mientras los ojos se detienen en el pantaloncito que viste la mujer de la foto y una sucesión de imágenes lo asalta desde la memoria.
La panza del avión se ilumina y despide al misil que ya vuela hacia su objetivo dejando una estela tras de sí, como patético remedo de aquella estrella que siglos atrás guiara a los magos de oriente. 
Los soldados se animan; miran la hora, se abrazan, descorchan botellas de vino y comen chocolate. Desde el silencio de la noche llega el eco de lejanas campanadas. Sus sentidos, hundidos en el frenesí del festejo no ven esa extraña luz, como bengala, que parte súbitamente desde el lejano bosque y hacia el cielo. 
La alarma sacudió el aburrimiento del piloto y su corazón inició un galope incontrolable;
 - ¡no puede ser! – dijo en voz alta mientras giraba su cabeza mirando hacia aquella oscura vastedad. El espejo retrovisor proyectó un punto luminoso que no admitía dudas; un lebrel electromecánico siguiendo el calor de sus turbinas volaba hacia él para matarlo.
En la noche, lluviosa, fría e impenetrable se destacaron dos estelas de luz, dos estrellas fugaces llevando el mismo presente navideño; una hacia el refugio y otra hacia el avión cumplen el mandato de sus amos estampado en sus cerebros electrónicos y concentrado en un solo concepto. Matar. 
Los soldados se abrazan y  todos sus deseos particulares se expresan en una sola palabra ¡paz!; ¡paz! repiten como un conjuro interpretado en sus anhelos de volver a la chacra, a la universidad, al taller, a la tibia y palpitante piel de la mujer, a los hijos, a los amigos, a la madre, a la vida. 
 Una gota de sudor entró en su ojo. De un tirón se arrancó la mascara de oxígeno mientras que aferrado a la palanca y acelerando al máximo intentaba el giro salvador.
La máquina tembló con las alas perpendiculares a la tierra, sintió el efecto de la aceleración en la forma de una insoportable presión en el pecho y un agudo silbido interior; su vista se nubló y creyó ver que la mujer de la foto caía de rodillas profiriendo un alarido de desesperación. 

Son las doce en punto en estas latitudes; en los pueblos aledaños la gente se abraza, recuerda a los ausentes y disfrutan la presencia de los seres queridos. Las bebidas desbordan las copas, los niños juegan esperando sus regalos. Dos estrellas fugaces cumplen su misión, así en la tierra como en el cielo. Dos estruendosas y simultáneas explosiones coronan el momento iluminando esa realidad. Es el veinticuatro de diciembre, son las doce, noche de paz, noche de amor.