Por Daniel M Forte.
28/04/11
Entre el malevaje, Ventarrón sos el mas
bravo….
La navaja, reflejando su metal en el espejo, hacía su
trabajo por el rostro y por la imagen del Pardo Orduña. La noche mientras tanto,
iniciaba su mandato con un coro de grillos como fondo.
Despacio, sin apuro, como tomando el pulso de su historia,
dejó la palangana jabonosa, se secó la cara y empezó ese ritual, tantas veces
repetido de alistarse. El pañuelo, con su inicial grabada en letras rojas;
facón en la cintura y, por si acaso, el lechucero treinta y ocho corto. Se fue
poniendo el funyi al salir cuerpo a cuerpo hacia la noche.
Enfiló para el bajo y los grillos del arroyo, por respeto
nomás, se enmudecieron al verlo caminar sobre el sendero hendido por las ruedas
de los carros balanceando las manos y silbando.
Como con bronca y junando, el rabo de
ojo a un costado…
Había que ser guapo, muy guapo para ir así, a la descubierta
a las tierras del Pollo Retamozo; pero las deudas se pagan o se cobran y era
tiempo ya de ir por el destino.
La mano en el bolsillo acarició el fierro ya entibiado del
viejo treinta y ocho, - si se vienen en patota, habrá plomo para todos – pensó
mientras la mente buscaba en el recuerdo la mansa latitud de la nostalgia.
Habían sido amigos de purretes, hermandad soldada en el potrero con pelota de
trapo y rodillas raspadas, en la inexperta tos del primer faso, en el bullicio
del quilombo; siempre juntos, hasta esa vez en que la vida los puso frente a
frente y enemigos.
Guapo y varón, y entre la gente de
avería. Patrón
Al escuchar lejanos los acordes de la orquesta se detuvo un
momento en el camino; tiró el pucho y ajustó el nudo del pañuelo. Enfiló
decidido hacia ese farol que señalaba al boliche de la Mari. Entró con paso firme en
aquel tugurio rumoroso pletórico de humo, alcohol y sexo fácil. Se acodó en el
mostrador de estaño, machucado y brilloso y de un trago mandó la ginebra hasta
las tripas. Cien ojos lo observaban de costado.
El golpe del reverso de la mano y una seña del ladero
alertaron al Pollo que sentado a su mesa manoseaba a una mina. El bullicio,
apagándose lento, como huyendo, se hizo entonces silencio
Temblaron las grisinas, los músicos
callaron, y aquel baile de patio
de pronto enmudeció
Era el mismo potrero de la infancia; dos hombres frente a
frente se estudian en silencio. Tres metros los separan y se aunan en un mismo
mirar cuatro pupilas. La luna, testigo imparcial y silencioso, deja un poco de
luz en la daga del Pollo que en su diestra, ansia hacer difunto al oponente.
- ¡A
que viniste Pardo!, le dice con un tono pretendidamente enérgico y que sale una
octava mas alto que el susurro. Se aclara la garganta y lo repite, esta vez
como un grito descarnado.
- ¡Vos
sabes a que vine!, sos testigo de algo que no debe saberse.
- ¡Soy
tan testigo como vos!
- Por
eso, uno debe morir
El Pardo, avanza lentamente con las manos vacías y encara a
su rival.
- ¡Matáme!
Crujieron los nudillos apretando la daga que desde sus dos filos le ordena a su dueño
que la ensarte en ese cuerpo.
- Así
no, ¡defendete!
Otro paso del Pardo que lo acerca.
- ¡Matame!
- Así
no hermano, así no
Dos palmas sudorosas y curtidas oprimen las mejillas del
Pollo que alcanza a oír antes del beso, un beso en la boca profundo y masculino
- ¡te quiero! -, y se abrazaron y la daga en el suelo, como muerta, no supo que
pasó cuando la luna, los vio perderse juntos en la noche.