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viernes, 1 de noviembre de 2019

EL PEQUEÑO NIÑO BLANCO




Sucedió en la Cordillera de los Andes, en aquel pueblo barrido por el aluvión del 34´ y llamado Zanjón Amarillo.
Tiempos de muerte fácil, zona de frontera en donde arrieros, contrabandistas, obreros ferroviarios y ocasionales pasajeros convivían en un equilibrio inestable. Allí se reemplazaban las locomotoras a vapor comunes, por otras provistas de cremalleras, esos garfios imprescindibles para trepar las cumbres hacia y desde Chile.
Su padre, campesino castellano cuya frase preferida ante la adversidad era “hay que arrar con los bueyes que se tenga, ¡pero arrar!”; el mismo que cambió el sol de Toledo, la asada y el arado, por la nieve y la llave “Stilson”, la vaca, por el caballo de hierro en donde la fuerza del vapor se torna en movimiento.
Su madre, la comadrona que en sus manos recibía la vida recién nacida y la que ejecutaba también la sentencia de no traer una boca más que alimentar; porque la miseria es así.
Él era pequeño, albino y padecía de asma. Una duda dolorosa taladraba su mente de poquitos años y se expresaba en la pregunta directa y  obsesiva  
– madre, ¿usted me quiere? –
El pequeño albino asmático y atormentado se llamaba Silvestre; blanco como las cumbres andinas, silvestre como la vida salvaje que lo rodeaba, como perteneciendo a esa naturaleza que  un  día lo reclamó bajo el signo de su arcano fatal.
Lo encontraron muerto sobre la nieve. Quizá en su último esfuerzo por aspirar el aire puro cordillerano que se negó a entrar en sus pulmones, haya alcanzado a preguntar por última vez, -madre, ¿usted me quiere? –
Era mi tío; en su funeral  el maestro del pueblo cantó el tango “Silencio”.














Daniel M Forte
15/09/2019









NOTA: Las fotografías son reales; el niño de la foto es Silvestre y la de la familia es, efectivamente mi familia (la niña sentada en primer plano es mi madre). Las demás fotos corresponden a Zanjón amarillo.