Por: Jorge Altamira
13/06/2022
Fuente: Política Obrera
La importancia del lenguaje en la enseñanza no necesita explicaciones. El lenguaje no es solamente el medio de comunicación por excelencia, sino el método mismo del pensamiento. El desarrollo de la ciencia, en su sentido más abarcador, requiere de un lenguaje preciso. El esfuerzo inmenso de los mayores filósofos de la historia por el rigor de la expresión no ha obedecido a un interés de estilo, sino a la necesidad de desplegar las determinaciones del movimiento de la realidad y al desarrollo de categorías concretas.
El llamado lenguaje inclusivo no ha prosperado en la
sociedad, al menos por ahora. Sigue siendo una ‘creación’, si se la puede
llamar de este modo, desde arriba. Responde a una tendencia ideológica
definida, que imagina la posibilidad de superar la desigualdad social entre
géneros mediante el cambio de los enunciados. Es, en realidad, una tentativa de
evitar que el ascenso del movimiento de la mujer se oriente hacia el
socialismo. La crítica totalizante de Marx a Hegel y a los jóvenes hegelianos
ha consistido, precisamente, en denunciar que el sistema de contradicciones de
esta poderosa corriente de la filosofía concluía en un nuevo enunciado, no en
una práctica subversiva. Por eso advirtió que el arma de la crítica, con toda
su importancia, no puede superar a la crítica de las armas, o sea, de la acción
revolucionaria de la clase obrera. El sistema identitario constituye una
peligrosa recaída en el mundo de las identidades –negros-blancos, judíos y
anti-judíos, peligro amarillo-sociedad occidental, hombres contra mujeres y
viceversa-. No es casual que las grandes revoluciones sociales, en su auge,
hayan abolido en la práctica todas estas ‘distinciones’.
El kirchnerismo y la izquierda democratizante impulsan
con pasión el lenguaje inclusivo. Lo hacen, claro, desde arriba. Pero ni
siquiera ellos lo utilizan –el discurso anti-peronista de Alberto Fernández en
la Cumbre de Los Ángeles no contuvo ninguno de los jeroglíficos de la
inclusividad, como tampoco el de su compañera de fórmula en Tecnópolis, cuando
detonó la crisis del gasoducto. Los niños y los adolescentes, los principales
protagonistas del cambio del lenguaje cotidiano, no han incluido a la inclusión
en su acción transformadora cotidiana de la lengua. Tenemos la ‘onda’ para
indagar sobre lo que ocurre, la ‘pálida’ para expresar fastidio con la ‘mala
onda’, o el truchaje para calificar la inconducta social y personal, en
especial, cuando se trata de políticos y financistas, pero no tenemos a ‘todes’
en esta universalidad. La imposición del lenguaje inclusivo, con el pretexto de
la igualdad de géneros, es una acción típicamente excluyente.
El contenido riquísimo del lenguaje ha quedado de
manifiesto, valga la paradoja, cuando la ministra de Educación porteña decidió
“prohibir” el lenguaje inclusivo en las escuelas. El ‘furcio’, otra creación
popular, de Soledad Acuña, tradujo la mentalidad represiva que anida en todo
'libertario'. Porque aunque la enseñanza no puede ejercerse con un lenguaje
desconocido para niños y adolescentes sin producir enormes dificultades al
educando, eso no significa que se deba coartar la libertad de su ejercicio.
Hace siete décadas, el voseo con que los alumnos se trataban en la escuela aún
seguía prohibido en la escritura y la redacción, en una duplicidad que imponía
el orden legal a la vida social cotidiana, o sea, un chaleco de fuerza a la
creatividad colectiva. El uso del lenguaje cotidiano en la enseñanza no
significa que se deba prohibir ninguna variante por parte de los alumnos. El
lenguaje se desarrolla a partir de la vida social y sólo cambia con ella. En el
Río de la Plata hemos hecho mierda el castellano castizo como consecuencia de
la evolución del lenguaje popular.
En la disputa sobre este asunto persiste la grieta
interesada entre kirchneristas y sus secuaces, y el macrismo y los suyos. Estos
intereses políticos y clasistas excluyen a la clase obrera. Es una disputa
trucha. Con el cambio de la expresión proletario por trabajador el peronismo
impuso una fuerte modificación del lenguaje, porque lo que distingue a un asalariado
es que carece de toda otra propiedad fuera de su fuerza de trabajo. ¿Logró por
eso abolir la lucha de clases? Los piquetes, las huelgas, las rebeliones de
masas y la huelga general florecen más que nunca.