Mirta
Demestri
21-04-12
Homenaje
- ¿Será
barato?

Sofía sopló
un mechón de su frente y acomodó el bolso que colgaba de su hombro. Andrés y
Rodolfo caminaban a sus lados, y la avenida repetía el eco de sus pasos. Los
pequeños comercios del barrio cerrados, el sol otoñal del mediodía bañando las
veredas sin árboles, la ausencia de personas alrededor, conformaban un paisaje
extraño. Parecían ser los únicos habitantes de la ciudad. ‘Bué, es domingo’,
pensó Sofía, tratando de sobreponerse a una sensación que la inquietaba.
Una cuadra
más adelante, la avenida se bifurcaba en dos calles anchas y desnudas, como la
misma avenida. Tomaron la calle de la izquierda, discutiendo cordialmente sobre
la coreografía que iban a ensayar, ¡por fin! en un lugar espacioso y cómodo.
Habían
comenzado en el comedor de Rodolfo, despojado de muebles y bastante adecuado. En
verano ya habían avanzado mucho, y la pequeña terraza de la casa de Sofía había
sido útil. Pero ya no podían seguir tropezando con los trastos e interrumpiendo
el trabajo cada cinco minutos. Las salas de ensayo eran caras, y habían
ahorrado para trajes y una escueta escenografía, mas no alcanzaba lo
recolectado para esas salas hermosas, equipadas con luces y con esos pisos
soñados por los bailarines. El volante que había encontrado Sofía les daba una
esperanza, y por las dudas, habían concurrido a la cita con sus mallas de
ensayo y el pequeño equipo de música.
- Aquí es.
El frente
de una casa antigua y muy cuidada los sorprendió un poco. Era más bien una
mansión, con un enorme zaguán, puerta de cuatro hojas, de cedro reluciente y
vidrios biselados. Tocaron un impecable timbre de bronce, y esperaron en
silencio.
- Buenas
tardes – Dijo el hombre al abrir la puerta.- Adelante, adelante… Ustedes son
los bailarines, ¿no?
- Sí,
señor.- Sofía y Andrés rieron al terminar de saludar al mismo tiempo.
El hombre
era muy alto y delgado, con cabellos grises peinados muy tirantes hacia atrás y
frente anchísima. Les hizo una especie de reverencia al darles paso, con las
manos largas y nudosas unidas sobre su vientre enjuto. Entrecerró sus grandes
ojos saltones sin color definido al sonreír, dejando a la vista sus dientes
amarillentos.
- Síganme,
por favor.
Accedieron
a un gran salón muy iluminado, atestado de vitrinas y objetos poblando las
paredes impolutas. Sofía quiso curiosear, pero
las largas piernas del anfitrión no le dieron tiempo; cruzaron rápidamente la
habitación con resonar de pasos en la pinotea lustrada hasta la obsesión. La
luz, intensa y agradable, parecía llegar desde arriba; Pero en el momento en
que Sofía levantaba la cabeza para descubrir las ventanas altas, ya estaban transitando
un pasillo con varias habitaciones a los lados, que tampoco pudo apreciar.
- Esperen
aquí, por favor. – Y otra reverencia del hombre gris.
Habían
ingresado a una capilla, o eso parecía. En la pared opuesta a la puerta, había
un altar. No, no era un altar, a pesar del mantel almidonado y algo así como un
dosel, también adornado con flecos almidonados. En la mesa había instrumentos
de acero, brillantes, ordenados meticulosamente. A su izquierda, una camilla
blanca.
- ¿Será un
quirófano? – Susurró Rodolfo.
Sofía ahogó
un grito y se aferró al brazo de Andrés. Había descubierto un pequeño ataúd en
un rincón. En él, una ancianita amortajada sonreía angélicamente; su piel
transparente y surcada por incontables arrugas, impresionaba por su fragilidad.
-Esto más
bien parece el laboratorio de un taxidermista… - Dijo Rodolfo – Pero hay que
ser morboso para embalsamar a la abuelita…
- No es
gracioso, para nada. – Sofía trataba de sobreponerse, y comenzó a desear no
haber entrado nunca a la mansión. La irrupción silenciosa del hombre gris la
sobresaltó. En segundos pensó por qué lo definía en esos términos. Vestía de
blanco, pantalón y camisa impecables como todo
alrededor. Un lugar desagradablemente aséptico, sin vida.
- Por aquí,
por aquí… - Y el hombre los guiaba por pasillos interminables. Subieron una estrecha
escalera, y llegaron a una cocina amplia y antigua. Enseres limpísimos
colgados, una mesa grande, enmantelada, sillas de madera con asientos de paja,
baldosas negras y blancas… Sofía recordó la cocina de su infancia y se
tranquilizó un poco, hasta que descubrió a su derecha a una mujer inmóvil, de
la misma edad del hombre, que los miraba en silencio, con expresión dócil.
Tenía los
cabellos grises recogidos en la nuca, un delantal blanco y las manos igual de
nudosas y blancas a las del hombre, reposando, cruzadas en el regazo. Más allá,
en un rincón, otra mujer, muy anciana, estaba sentada mirando las baldosas.
Sofía pudo
ver un pequeño vestíbulo oscuro, y más allá, la puerta abierta del dormitorio.
Una gran cama tendida, cubierta con una colcha blanca y con almohadones de
fundas almidonadas y acomodados con exactitud casi matemática. No pudo evitar pensar en esa pareja,
durmiendo. Alguna vez habrían sido jóvenes, aunque le resultaba imposible
imaginárselos transportados por la pasión juvenil. ¿Cómo serían sus noches?
¿Cómo sería el contacto entre ellos? ¿Cariñoso, al menos? Ese lugar podría
estar vivo, le recordaba demasiado a la cocina de su casa de la infancia y a
las tareas de la escuela hechas en la mesa cubierta con el hule floreado.
La sacó de sus
reflexiones la voz un poco chillona del hombre.
- Aquí es.
– Y entreabrió una puerta pintada de color crema, con vidrios y cortina
bordada. Con expresión cómplice y casi en secreto, les dijo:
- ¿Saben
quién ensaya aquí? – Negaron en silencio los tres jóvenes. - La
Divina – Y estiró
el cuello hacia atrás, cerrando los ojos, en éxtasis. – Yo la miro mientras
trabaja. Es Sublime. Me molesta cuando vienen sus compañeros:
los gritos, las voces. Y cuando están dando parcial, es insoportable…Demasiada
gente ruidosa. En cambio ahora… Tampoco me gusta ahora. Demasiado silencio.
Cruzó sus
manos otra vez, refregándolas una contra otra. Sofía se estremeció; ‘este
hombre es un loco, un loco siniestro. ¿Parcial? ¿De qué está hablando? En un
parcial, debería haber silencio absoluto… ¿Y parcial de qué?’, pensó, y decidió
que debían irse de allí de inmediato. Pero rompió el silencio, tratando de ser
agradable.
- Bueno… Ni
tanto silencio ni tan poco. – Y sonrió estúpidamente.
Tomó la
iniciativa hacia esa puerta que permanecía abierta, esperándolos. Bajando dos
escalones de cemento, se accedía a una enorme terraza de dimensiones poco
frecuentes. El piso no era el ideal: baldosas rojas, comunes. En la coreografía
había pasos que exigían sutileza, deslices, no sería fácil. El calzado se
deterioraría en los ensayos, y no sobraba el dinero para comprar nuevo.
Sofía
observó de pronto que esa terraza parecía diferente, extraña. Tuvo la loca idea
de que era clandestina, secreta, desconocida por los vecinos. Tuvo el impulso
irracional de huir, de correr. Pero ya no recordaba cómo habían llegado hasta
allí.
Andrés ya
estaba en la terraza, inspeccionándolo todo.
- Creo que
va a servir, al menos por ahora. Pero ya es tarde para ensayar, se está yendo
la claridad y no hay luz artificial. Mejor volvemos mañana temprano, ¿les
parece? Además, ya hace frío, no podemos arriesgar una contractura.
‘¿Cómo que
se va la luz? ¿No llegamos al mediodía?’ Sofía no podía entender que allí
estuviera anocheciendo; tenía miedo, un miedo paralizante; y lo que más la
aterraba era que ni Andrés ni Rodolfo compartieran su estado, o al menos la
extrañeza que reclamaba la situación.
Pasaron a
la cocina, y se despidieron hasta el día siguiente, en que volverían. Sofía se
preguntaba por qué no trataban el precio que deberían acordar, y simplemente se
fueran de allí sin ninguna información. Vio cómo se iban sus compañeros,
mientras el hombre gris la detenía hablándole sin parar, ni sabía sobre qué.
Ella quería irse, pero al mismo tiempo temía quedar mal con ese hombre dejándolo
con la palabra en la boca. En realidad, temía enojarlo. Miró a la mujer
buscando ayuda, pero ella seguía observándola como a un mueble.

Bajó las angostas escaleras y entró al baño. Un
baño público, con muchas puertas, dentro de una casa ¡para tres personas! Era
muy luminoso. Cruzó el corto vestíbulo y quedó paralizada. Una decena de
adolescentes, de miradas
vacías, caminaba su encierro en absoluto silencio. No la veían, se movían como
robots, no se miraban entre sí y eran todas muy parecidas. Como si las
fisonomías estuvieran ‘uniformadas’ también. Niñas de cabellos castaños y
opacos, casi rapados. Muy delgadas, de brazos, piernas y cuellos largos. Andróginas
por la ausencia de líneas curvas en sus cuerpos; aún así, le parecían de una
femineidad doliente. Todas tenían en las cejas ralas una cierta expresión de
dolor, y a pesar de su inexpresividad, se le antojaban desesperadas pero impotentes
para hacerlo saber. Parecían responder a órdenes que Sofía no escuchaba.
Ninguna de las jóvenes registró su presencia, y
Sofía estaba indecisa entre el espanto y la curiosidad. En segundos recordó los
campos de concentración, calculó que no podían ser hijas del matrimonio, se
preguntó mil cosas, tuvo el impulso de hablarles… Pero sólo pudo permanecer
inmóvil, observando.
En un momento, todas se movieron hacia un
cilindro ubicado a lo largo en el medio del baño, sobre patas metálicas, que tenía
unas aberturas lo bastante grandes como para que entrara una cabeza. Cuando estuvieron
de frente al cilindro, rodeándolo, simultáneamente metieron sus cabezas en las
aberturas. Parecían tener los cuellos de goma; sus cuerpos quedaban rígidos y
verticales a los lados del cilindro. Para Sofía, era obvio que quien mandaba,
quería que ella hiciera lo mismo. Huyó rápidamente, para encontrarse de manos a
boca con el hombre flaco.

La guió nuevamente hasta la cocina; él bajó a
la terraza, pero Sofía se quedó, observada fijamente por la mujer canosa.
Escuchó el Himno Nacional a todo volumen. Cuando terminó, volvió el hombre,
vestido con una túnica gris, y con un enorme par de alas grises en la espalda.
- ¿Cómo, no vio la ceremonia? – La sonrisa meliflua
instalada en su boca le produjo repulsión, pero cuidó de demostrarla. Trató de
enhebrar algún argumento válido, cuando ingresaron despreocupadamente Andrés y
Rodolfo, que parecían no haber registrado las alas, ni la túnica.
- Vinimos a buscarte, creímos que te habías
perdido… ¡Con el tamaño de esta casa! – Y sonrieron divertidos.
Sofía pudo ver la mirada del hombre flaco.
Amenazante, hubiera jurado que furiosa. Se apresuró a seguir a sus compañeros;
sabía que el hombre caminaba tras ellos, pero se sintió segura y no se volvió a
saludar al llegar a la puerta. Los dos amigos sí lo hicieron, prometiendo
volver al día siguiente.
Una vez en la calle, Sofía observó
desconcertada que había caído el sol, y sus compañeros no se extrañaban de
haber pasado horas dentro de esa casa. Tenía frío y quería contar lo que había
pasado. Caminaron varias cuadras desiertas hasta encontrar un pequeño bodegón
hospitalario; ya instalados y al calor del cercano horno de barro, comenzó a
contar lo vivido en esa casa.
Hablaba compulsivamente, espantada, y tanto
Andrés como Rodolfo la miraban incrédulos.
- ¿No entienden? ¡Esa casa esconde un terrible
secreto, y no quiero volver! ¡Si vuelvo SÉ que no voy a salir nunca más! ¡Ese
hombre horrible quiere matarme!
- Pero flaquita, no sé de dónde sacás todo eso…
Sofía rompió en llanto. ¿Estaría volviéndose
loca? ¿Cómo era posible que ellos no se hubieran dado cuenta de nada? Trató de
controlarse.
- Miren, cuando esas chicas pusieron las
cabezas en el cilindro, así… - Intentó imitar la posición adoptada por las
adolescentes en el baño, sintió un agudo dolor en el cuello y quedó sin respiración.
Quiso pedir ayuda, pero no pudo hablar. Sólo veía difusamente a sus amigos
tratando de ayudarla, gritando, pidiendo auxilio… En la vidriera, vio
claramente la silueta del hombre alado, gris, sonriente, mirándola con sus ojos
saltones. Pero ya las imágenes se desvanecían; se había cumplido el destino.
Estaba muriendo, aferrada al borde de la mesa, negándose a partir.
Porque sabía que el regreso a la casa ya era
inevitable.
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