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martes, 21 de julio de 2020

TARJETA ROJA

O cómo ganarse la consideración de los jefes.
Por Guillermo Petroni.

Hablaban del Hikikomori. Típica conversación de café, es decir, de hablar por hablar, por estar al pedo. Para ese arte cualquier tema da igual, la cuestión es charlar con los amigos. Es como el hambre, llega un momento en que tenés que morfar algo porque si no comes te morís. Terrible. En algún momento se siente la necesidad de ir al bar, de llegarse hasta el boliche, barrer el panorama ya desde la misma puerta, que suele facilitar la maniobra estando en la ochava, verificar si entre la concurrencia, mucha o poca, ubicamos alguno de la barra y encarar para la mesa esa adonde siempre, siempre, muy raramente no, está el compatriota. Así van cayendo, los muchachos, como caen los frutos maduros, de a poco. Y alrededor de la mesa, que viene a ser el árbol.
Hikikomori, de eso hablaban. La verdad, uno puede no tener ni idea de qué se trata eso del Hikikomori, pero con sólo escuchar un rato ya uno se va ubicando. Y algún bocadito se podrá meter. Si el bocadito es razonable, bien, empuja la rueda. Si el bocado es una pelotudez, pasa de largo como si nadie lo hubiera escuchado, nadie le da bola. Ante esa posibilidad, lo mejor es no decir nada porque ese silencio contenido, el hecho de que ni siquiera te dirijan una mirada recriminatoria, que no te den bola, es un juicio muy duro. Después tendrás que remontarla trabajosamente para recuperar la posición en la tabla. Lo mejor, si no podés quedarte callado y no quedar como un pelotudo, lo mejor es meter un chiste, algo gracioso. Eso ayuda mucho para aflojar la tensión que genera la concentración mental, además de amenizar la velada.
Pero hablaban del Hikikomori. Las posturas iban desde los lacanianos y el lenguaje no verbal del cuerpo, hasta los padres de hijo adolescente, del tipo “Si llego a casa y Fabiancito ni me saluda porque está embutido en un videojuego, le pongo un boleo en la nuca que…”. En el medio, Carlitos ¿Cuál fue el aporte de Carlitos? Su propia experiencia sobre el lenguaje no verbal.

Fue en la cancha de la Asociación Médica, en el terreno que tiene en Perito Moreno y Mariano Acosta, en el bajo de Flores. Partido. Campeonato anual de los médicos. Los del Hospital Pediátrico Gutiérrez contra los de Casa Cuna, el Pedro Elizalde, disputando puntos hacia el final del campeonato. Casa Cuna tenía que ganar, el Gutiérrez iba tranquilo, tenía mejor equipo. Casa Cuna venia medio mermado por algunas lesiones. Carlitos le puso garra todo el campeonato, pero no era un crack, hizo banco el año entero como un buen carpintero, salvo (salvo) esa fecha. Se lesionó el ocho.
Primer tiempo cero a cero. Al fin de los cuarenta y cinco, el partido venia áspero, mucha fricción, pelotas disputadas hombre a hombre en todo el terreno. Y Carlitos se moría por entrar, totalmente concentrado en la marcha del partido. Desde el banco, claro



Pongamé. Pongamé, Doctor ¡déle!

le decía Carlitos sin mirarlo al Dr. Rafo, un infectólogo del Elizalde, capo en meningitis y técnico del equipo.
Pero el Dr. Rafo no le contestaba. Ni siquiera lo miraba, mantenía la concentración en el curso del partido. Cierto que lo escuchó a Carlitos, pero como quien escucha una mosca zumbona hinchándole las pelotas.
Durante el entretiempo, en el vestuario iba la charla técnica. Sin embargo, nadie habló. Se respiraba la tensión de un partido chivo, de resultado incierto. El técnico susurraba en un rincón con el Dr. Fouseda, a la sazón preparador físico del Elizalde, mirando de soslayo a sus jugadores sentados en las banquetas. Se los veía cansados, abatidos. La dupla técnica temía lo peor, que empezaran las lesiones producidas por la fatiga muscular. Era sabido que los del Gutiérrez meterían más presión, empezarían los contragolpes, un partido de ida y vuelta y esa circulación de pelota que los tipos manejaban como un reloj. Eso llevaría a los piques y a las carreras de Casa Cuna, obligación incumplible en ese estado. Carlitos mira de abajo, por arriba de los anteojos a Rafo y a Fouceda. Pero ellos nada, como si no existiera, Carlitos.

Segundo tiempo; los equipos a la cancha. La terna arbitral cuchicheaba, reunida en el centro del campo, como diciendo A ver cuándo termina esto, che. Los del Gutiérrez andan trotando, elongando, bandereando con las piernas como si estuvieran fresquitos como lechugas de quinta. El Dr. Malauri, un terapista del Gutiérrez que ocupaba la posición de zaguero, estaba parado de piernas abiertas, con las manos en la cintura mirando lejos. Lo estaba queriendo intimidar con la mirada al Dr. Martino, el ocho del Elizalde, que daba vueltas mirando el pasto cerca de su propio arco, del otro lado de la cancha, ni enterado del asunto. Carlitos al banco, por supuesto

Diez minutos. Trabajoso empate.

-       Pongamé, Doctor, ¡déle! que los muchachos están cansados.
  
arremetió Carlitos, mientras observaba las medias caídas del Dr. Martino,
un evidente síntoma de fatiga, de que se estaba quedando sin aire.

Veinte minutos: 
Sigue el empate, pero empiezan a cascotearle el arco a Gorrita, el Dr. Todesca, temible arquero de Casa Cuna… temible por lo pésimo.

-       Rafo, Fouceda, ¡dénle che!  ponganmé ¡Miren cómo están los muchachos!


reclama Carlitos, que no es un jugador extraordinario, ni siquiera bueno, pero es temperamental, eso sí.

Veinticinco minutos:
Malauri se la pone abajo a Martino. El Dr. Martino vuela en redondo por el aire, las piernas como las aspas de un molino, y cae casi en el mismo lugar del que despegó un segundo antes. Malauri se queda derechito como una estaca con las manitos arriba y cara de No puede ser, yo ni lo toqué.
El árbitro se abalanza mirando un punto fijo en el pasto al que señala con su propio índice como si el dedo lo estuviera tironeando, y cuando llega al punto preciso en donde Martino inició el vuelo y se yergue como un granadero, estirando la mano hacia el arco del Hospital de Niños. Faul. Tiro libre. El terapista Malauri comienza un repliegue táctico dando saltitos para atrás sin bajar sus manitos ni borrar ese Yo no fui de su cara picada de viruela.
El referí autoriza a los camilleros, descreído del aspecto agónico de un Dr. Martino tirado en el pasto, de lado, con ambas manos tomándose el tobillo derecho, el hábil, apretando los dientes para que no se le salieran los pulmones por la boca más que por un dolor fingido. Al fin de cuentas, el terapista Malauri era un profesional y los vuelos que provocaba a los contrarios, la verdad sea dicha, eran producto de su manejo correcto de las relaciones de tiempo y masa antes que por su fama de bestia.

Los auxiliares entraron en tropel, eran tres para dar un veredicto. Se agachan, rodean el bulto humano, atienden al doctor. No va más. Uno que se para y gesticula abiertamente para que se le entienda, como si estuviera del otro lado del mundo cuando, en realidad, la falta fue a un metro del lateral, pasando el medio campo.
Entra la camilla, cargan al finado y se retiran ligerito. La mano de Martino es un colgajo sobre el borde de la camilla. Cuando el cortejo pasa frente al banco de suplentes, Rafo y Fouceda, parados los dos con las manos atrás, lo miran pasar con pena y detienen la mirada en Carlitos. Resignación, que sea lo que Dios quiera, piensan a dúo, faltando veinte y con un delantero menos…

-       ¡Entrá Carlos!  andá, ponete de ocho

Saltó del banco, Carlitos, y salió al trote largo pasando por debajo de las miradas perdidas del cuerpo técnico. Pasó junto al Dr. Suya, pateador como un caballo, que estaba acomodando el balón para mandar el tiro libre al área rival. Llega a la zona, Carlitos, los brazos encogidos, aminorando el trote hasta quedar salticando de espaldas al arco y mirando a Suya, terapista del Casa Cuna, para hacerle la seña cuando éste levante la mirada.
Carlitos se mueve a saltitos y el terapista del Gutiérrez, Malauri, atrás de él, lo custodia. Le está diciendo no sabe qué, Carlitos. Ni le importa porque, al fin, le llegó la oportunidad largamente esperada. Se le dio, él de ocho. Y Suya que se demora.

-       ¡Y dale Suya! grita Carlitos

Pita el referí, arranca Suya, le pega abajo, vuela el balón, describe una lenta parábola. Está clarísimo, Carlitos tiene que saltar y peinársela al Colorado Rusconi, de mantenimiento, que la está esperando parado frente al medio del arco rival para darle de bolea al medio o a la derecha o adonde sea según adonde esté parado en ese preciso instante el pelotudo del arquero.
Viene la pelota girando en el aire. El réferi, a medio camino entre Suya y el arco rival, mira el área. No puede ver a Malauri que está saltando con Carlitos, atrás de Carlitos. No lo puede ver, no hay modo que vea cómo ese turro le pone un cachetazo en la nuca a Carlitos. Carlitos siente el golpe, se dobla en el aire. Viene cayendo, agarrándose la nuca, Carlitos, pero así como llega doblado al piso, rebota dándose vuelta como el giro del Discóbolo griego, y le pone semejante Cross de derecha al terapista ¡Paf! y lo dejó seco en el piso, como estaqueado en el desierto.

Ni hablar, roja directa. No llegó a durar ni un minuto en la cancha. Derechito al vestuario.


Perdieron. El Gutiérrez dos, el Pedro Elizalde, la famosa Casa Cuna, cero. En la reunión de balance del partido, al jueves siguiente, el Dr. Rafo anuncia que en las tratativas con la Dirección de la Asociación, habían logrado un espacio adecuado, allí, en el hall de acceso al predio, bien a la vista, para poner el monumento al Pelotudo, al Dr. Carlitos… nos reservamos citar su apellido, inmortalizado en el bronce. Al que quiera conocerlo no tiene más que arrimarse al predio. Podrá, además, recorrer los sitios históricos que lo recuerdan, el vestuario y el banco de suplentes…

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Guillermo Petroni

Biografía breve :

Nació en Buenos Aires, el 18 de octubre de 1953. Padre ingeniero y madre química. Es el menor de seis hermanos, Juanle, Shila, Luis, Mary y Ernesto.
Estudió para maestro en el Normal Mariano Acosta. Allí obtuvo un Premio Literario cuando cursaba el 5º Año, en 1971.
Recibió menciones y premios en concursos de provincia.
Además de Escritor es Arquitecto, siendo también galardonado en dicha profesión.