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viernes, 2 de agosto de 2019

EN EL NOMBRE DE DIOS






♫ ♫ Búsquenme donde se pone el sol…..


El verano apretaba, lo hacía con énfasis en aquella pequeña habitación. Por las ventanas abiertas de par en par irrumpía una brisa calida y sensual como aliento de mujer y adhería en la piel de los dos hombres diminutas partículas de polvo que brotaban de las herramientas. Elías se secaba la frente y mecánicamente guardaba su viejo pañuelo en el bolsillo de atrás de su jardinero; Gabriel, su joven ayudante, trabajaba en silencio mientras que desde el equipo de música, León Gieco cantaba.

Hacía ya tres meses que Gabriel trabajaba allí; quería aprender a ser luthier y Elías, un verdadero maestro en el tema a pesar de su juventud, le dio la oportunidad. Era un muchacho callado y tímido con dieciocho años recién cumplidos. ¿Su vida?: sencilla. Los sábados acudía devotamente al templo evangélico a buscar en las alturas celestiales esa paz que el conurbano bonaerense le negaba. Huérfano de padre encontró en la fe a ese otro gran padre protector y sabio que en labios del pastor iluminaba la vida con verdades eternas e incuestionables. 

♫ ♫ donde exista una canción….

                  –De modo que vos, ¿nunca?

Elías dijo esto a la pasada mientras ajustaba la boquilla de una trompeta bastante injuriada por la vida. Odiaba trabajar en silencio y ese pibe, con su rígida moral estructurada lo divertía.

                  –Todavía no.

Gabriel no levantó la vista.

                  –¿Y no te parece que ya va siendo hora? Dieciocho años y todavía virgen es, ¿cómo decirlo?, un desorden. ¿No hay chicas ahí en el templo?

                  –Sí, pero ¡qué sé yo!, no da para eso.

Elías sonrió.

                  –¡¿Cómo que no da para eso?! Mirá, la mina que no fifa, vuela. ¿Viste alguna vez una mina volando?

                  –No.

                  –¡Yo tampoco! ¿Entendés?

                  –Es que yo entiendo al sexo sólo dentro del matrimonio.

                  –¡¡Dejate de joder!! ¿Vas a estar a pura paja hasta que te cases?

                  –No, porque eso también está mal.

La cara de Gabriel súbitamente enrojeció. Su ventana, abierta de par en par, daba al jardín interno de la casa. Allí Raquel, esposa de Elías, tendía ropa que tomaba de una enorme palangana colocada muy cerca sobre el pasto. Vestía un solero muy cortito y de color blanco que por momentos traslucía su piel blanca y suave. No usaba ropa interior y la maniobra de tomar una nueva prenda remachaba los ojos del muchacho allí donde su moral se lo prohibía, mientras que desde su entrepierna el cuerpo aullaba de necesidad.

                  –Estás colorado, ¿te sentís bien?

Gabriel volvió en sí y trató de sobreponerse.

                  –Es que hace mucho calor.

Elías miró de reojo por la ventana en el instante en que Raquel se agachaba a tomar una nueva prend, al tiempo que notaba la protuberancia en la entrepierna del pantalón de su aprendiz. Sonrió para si y se asomó.

                  –Rújele, cuando puedas, ¿nos traerías algo fresco? Si no Gabriel se nos           muere.

♫ ♫ Búsquenme a orillas del mar….

Ella flotaba desnuda en el aire, giraba sobre sí y reía sensualmente al tiempo que las manos danzaban por todo su cuerpo. Cuando intentaba alcanzarla ella se retiraba, reía, lo provocaba con todo su ser; lo llamaba, se exhibía en esa vaporosa atmósfera de exquisita impudicia. Por fin la tomó de un brazo y la atrajo hacia sí, sintió su piel, oprimió sus pechos, buscó la boca, caliente, húmeda, suave. Y su cuerpo estalló.

Gabriel se despertó sudoroso y palpitante, su falo tieso, sus piernas empapadas por la nocturna polución. La angustia lo envolvió y se apoderó de él hasta la desesperación. “¡No derramarás tu semilla!”,  susurró como un poseso y lo repitió una y otra vez mientras lloraba. Luego el sueño lo venció.

♫ ♫ Besando la espuma y la sal….


El tiempo en que los cuerpos reposan entrelazados y sudorosos, aún palpitantes y un poco ausentes, forma parte inseparable del placer. Encender dos cigarrillos y posar suavemente uno en los labios de Raquel es de ese tipo de rutinas que no hastían. Sentir el contacto de la piel y el alma, una sola alma repartida en dos cuerpos en mitades cambiantes era la forma reposada del éxtasis. Cada tanto un beso en la frente y apretarse más, un poquito más, como si el otro fuera a escabullirse, preanunciaba el sueño o la batalla.

–Hoy estuviste muy turra, el pibe casi se va en seco, ¿viste cómo se puso?

Esa carita de nena traviesa que fascinaba a Elías se hizo presente en el rostro de Raquel.

 –¿Le dijiste algo?

–No directamente, trato de sacar el tema pero se encierra en sus creencias. Gabriel es una colección de consignas: esto no porque Dios no quiere, esto otro tampoco porque es pecado. Tiene el cerebro embotado, no piensa, no cuestiona. Su Dios y el pastor piensan por él.

–Sí, pero cuando me vio el culo, ¡se puso al palo! 

–Ahí está la cosa, ¿quién ganará? ¿El cuerpo o el alma?

♫ ♫ Búsquenme, me encontrarán….

Elías no podía parar de reír, al punto que tuvo que enjugarse las lágrimas con su inseparable pañuelo. Gabriel lo miraba con evidente remordimiento.

–¿En serio creías eso?

El muchacho, visiblemente contrariado, no sabía cómo disculparse.

–Es que mi abuela una vez me lo dijo, perdoname, yo no te quise ofender.

–No me ofendés, me causa gracia y al mismo tiempo me sorprende que siendo cristiano practicante no sepas que eso está en la Biblia, en el Deuteronomio. Allí hay un listado de animales considerados inmundos, entre ellos el chancho. Pero de ahí a pensar que nosotros, aunque no es mi caso, no comemos chancho porque lo adoramos como a un Dios es un disparate bastante facho, sin ofender a tu abuela.

–¿Vos comés?

–A mí me encantan los sanguches de jamón crudo, huevo y tomate.

–¿Y tu rabino que te dice? ¿O no lo sabe?

–¡¿Mi qué?! No Gabriel, yo no soy ni practicante ni creyente.

El joven esta vez abrió los ojos sorprendido, algo no encajaba en esa conversación pero no entendía qué era. De pronto enrojeció.

Raquel entraba al taller con una bandeja sobre la que reposaban dos vasos de limonada y un envase plástico de vivos colores. Una camisa de mangas cortas totalmente abierta la cubría. Debajo, un diminuto bikini rojo y algo de perfume. Dejó las bebidas sobre uno de los bancos de trabajo. Elías guiñó un ojo a Gabriel.

                  –Parece que tenemos calor, mi amor.

                  –No, voy a tomar un poco de sol en el jardín.

El envase en cuestión contenía bronceador con filtro solar. Raquel se lo alcanzó a su marido.

                  –¿Me lo pasás por la espalda?

                  –Imposible, mirá la mugre que tengo en las manos, pedile a Gabriel.

La mujer no preguntó, con total naturalidad señaló al muchacho.

                  –Vení.

Fueron hasta el jardín en donde una mullida colchoneta aguardaba sobre el césped; a su lado, a la sombra de un rosal había un termo con el vaso desenroscado.

Raquel entregó el bronceador a Gabriel, dejó que su camisa resbalara hacia el piso y se tiró boca abajo en la colchoneta. Sus manos buscaron con esfuerzo algo inalcanzable en la espalda, su boca emitió un chasquido de disgusto.

                  –No alcanzo, desatame el corpiño, por favor.

Era un nudo simple, bastaba traccionar una de las tiras y se deshacía, pero cuando las manos tiemblan lo simple fácilmente se torna titánico. Por fin Gabriel pudo con él. La prenda quedó bajo el cuerpo de Raquel, quien hizo varios movimientos sin encontrar la posición más cómoda, hasta que, sin incorporarse, lo sacó dejándolo a su lado. Puso una mano sobre la otra y en ellas recostó ladeada la cabeza. Ante el muchacho se presentó el delicioso espectáculo de ese medio rostro, del pelo en donde el sol provocaba caprichosos reflejos, de la blanca y suave sabana de la espalda y el nacimiento, apenas perceptible de los pechos por debajo de las axilas; luego la tanguita roja por donde los glúteos asomaban insolentes, y las piernas... las piernas.

La voz de Raquel lo sacó de su ensueño.

                  –Dale.

Un poco de esa sustancia cremosa y la mano empezó la tarea. Primero el cuello, levantando delicada y tímidamente los cabellos con la otra mano. Un poco más de bronceador que salió del envase con un ruido escatológico y los hombros recibieron la caricia. Por donde pasaba la mano embadurnada la piel brillaba. Ahora era la espalda, suave y caliente. No ejercía presión, apenas la rozaba. Al llegar a la base de uno de los pechos Raquel se estremeció.

                  –¡Me hacés cosquillas! Apretá un poco más.

La mano se apoyó firmemente y Gabriel imaginó que podría deslizarla bajo el cuerpo y oprimir con fuerza esa teta que apenas se insinuaba. Asustado la retiró y pasó a la parte inferior de la espalda, en donde el elástico de la tanguita hacía las veces de frontera de lo permitido. Varias veces recorrió la baja geografía esparciendo la sustancia protectora. Las yemas de los dedos chocaban con la tela sin sobrepasar la línea de lo correcto. Sólo una vez, una sola vez, la mano amotinada se aventuró dos falanges adentro del territorio prohibido, llegando hasta el extremo del coxis. Raquel parecía dormir.

Dando por terminada la tarea limpió su mano con un pañuelo, pero no quería irse, debía retirarse y no quería. Algo extraño, opresivo y sublime rondaba por su pecho, secaba su garganta y alborotaba su vientre y su sexo.
Raquel giró la cabeza ofreciendo cristianamente al sol la otra mejilla. Su cuello crujió y Gabriel, arrodillado a su lado, sin saber muy bien lo que estaba haciendo, posó sus manos sobre los trapecios de ella iniciando esos masajes descontracturantes que su abuela le enseñara. –¡Ay sí!–,  escuchó en su ensoñación mientras los pulgares deshacían pequeños nódulos con presión rítmicamente circular. Cada tanto, Raquel emitía un corto suspiro y entonces, Gabriel notó que las caderas de ella se movían en forma pendular oprimiendo la pelvis contra la colchoneta. Asustado retiró las manos y se puso de pie dando la espalda a las ventanas del taller. Rápidamente metió la mano dentro de su pantalón y sujetó su pene erguido con el elástico del slip, eso disimularía el bulto vergonzante. Al dirigirse hacia el galpón alcanzó a oír un – gracias – ronroneante y de vocales alargadas.

♫ ♫ En el país, de la libertad….


Un corto batir de palmas alertó a Elías, alguien llamaba desde afuera. Era temprano y Raquel no estaba. Fastidiado se dirigió al portón de entrada.

                  –¡Gabriel!, ¿cómo estás? Estábamos preocupados.

El muchacho esquivó la mirada, hoy se mostraba más tímido que nunca.

                  –Es que estuve medio engripado.

                  –Sí, pero ¡tres días sin venir!, nos hubieras avisado de alguna manera.   No tenemos el número de tu celular ni forma de ubicarte. Pensamos que      algo malo te había pasado y no sabíamos qué hacer.

                  –Me sentía mal, perdoname.

Fueron hasta el taller. Elías continuó con lo suyo mientras Gabriel se cambiaba de ropa; prolijamente se quitó la camisa y la colgó en el perchero de una de las puertas.

                  –Che, ¿qué tenés en la espalda?

Vetas de color negro azulado, como ríos en un mapa, surcaban la piel. Algunas tenían una fina costra de sangre.

                  -¿¡Qué te pasó!?

El muchacho se cubrió con su camisa de trabajo.

                  –Nada, me tropecé y caí sobre un alambrado.

                  –¡Aha!, y todo mientras estabas engripado y en cama. Mirá, si no me lo   querés decir es cosa tuya, pero no me tomes por boludo, ésas no son        marcas de alambre de púas.

Gabriel se sentó en una banqueta, apoyó los codos en las rodillas y sostuvo su cabeza con ambas manos. Habló en voz muy baja, como para sí.


                  –No lo entenderías, no tenés fe y sos judío, perdón.

                  –¿Perdón por qué?

                  –Por llamarte judío.

Elías permaneció un rato en silencio. “Este pibe tiene la cabeza limada”, pensó.

                  –¿Vos te ofenderías si te digo cristiano, o argentino, o morocho? Esas    marcas te las hiciste vos, calculo que con un cinturón o un rebenque.   ¿Por qué, Gabriel?

                  –Porque lo merezco.

                  –¡¿Qué?! ¿Que te lo merecés? La Edad Media terminó, no sé si te enteraste.

                  –No te burles, esto es muy serio.

                  –Y debe serlo para que te cagués la espalda a rebencazos. A ver, ¿qué hiciste tan terrible?

Atormentado, confuso, balbuceante y lloroso, Gabriel era la alegoría de la desesperación.

                  –No hice nada, pero tuve y tengo compulsiones inmundas, pensamientos ruines. Por eso castigo mi cuerpo, para que a través del  dolor y la penitencia Dios me perdone.

                  –Pibe, no hay nada malo en pensar porquerías, mientras no jodas a                             nadie.

                  –Me jodo yo, porque Dios todo lo ve.

                  –¿No te parece que exagerás? ¿Qué es lo terrible que pensás?

                  –No te lo puedo decir, vos me abriste tu hogar, me enseñás lo que sabés           y yo…

Se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.

                 –No lo merezco, ¡soy un hijo de puta!, está en los mandamientos.

                  –¿Qué cosa está en los mandamientos?

                  –¿No entendés? ¡¡¡Deseo a Raquel !!! Traicioné tu amistad, traicioné mi             fe, traicioné a Dios.

Elías respiró aliviado, temía algo más serio. Sonrió condescendiente.

                  –¡Tanto lío por eso!

El muchacho levantó la cabeza y lo miró extrañado. No dijo nada.

                  –Nosotros pensamos y creemos que el sexo es algo hermoso.

                   –¿Ustedes, los….?

                  –Raquel y yo. Como te decía, pensamos que es algo maravilloso.

                  –Pero ustedes tienen sexo dentro del matrimonio.

                  –Y antes de casarnos cogíamos de lo lindo. Es algo natural y para nada             pecaminoso. Cada pareja lo vive de forma diferente. Ella y yo, por  ejemplo, pensamos que es algo digno de ser compartido.

                  –¿Compartido?

                  –¡Compartido! ¿Vos sabés lo que es una pareja swinger?

♫ ♫ Búsquenme donde se detiene el viento……

Los fieles, en pequeños grupos semejantes a racimos humanos charlaban distendidos más allá de las puertas del templo abiertas de par en par. El oficio había concluido. Era sábado, hacía calor y la calle vacía levantaba por momentos remolinos de tierra pegajosa.
En el interior, sumergidos en esa terca atmósfera de cuerpos idos, incienso y sebo, dos hombres conversan sentados frente a frente vigilados por los ojos sufrientes de Aquel que murió en la cruz.

Uno de ellos es de mediana edad y todo pulcritud. Huele a Old Spice, es delgado y ataviado con su camisa de mangas cortas, fina corbata azul, pantalón de vestir color beige y lustrosos zapatos marrones, no puede ser otra cosa que un pastor evangelista.
Frente a él, un joven mira hacia abajo.

                  –¿Es ese matrimonio hebreo para el que trabajas?

El muchacho levanta la cabeza y asiente.

                  –Gabriel, nosotros entendemos al sexo sólo dentro del sacramento del   matrimonio. Ahora bien, si entablaras relación con una chica, si la pareja  se consolidara en el tiempo sustentándose en el mutuo amor y si por  algún motivo no pudieran casarse en lo inmediato, el sexo, en ese caso,  sería una transgresión menor y tolerable que Dios, en su infinita bondad,  perdonaría. Lo que me estás contando es otra cosa, es por lo menos       adulterio.

                  –Pero el marido está de acuerdo.

                  –El mandamiento es muy claro, Gabriel, no sólo condena el contacto con                  la mujer del prójimo, condena el deseo por ella y recordá que la lujuria,                                  es uno de los pecados capitales. Tener sexo de a tres es lujuria. Esto se                               parece a una tentación demoníaca.

                  –¡No, pastor! Son buenas gentes.


                  –Sus ancestros también seguramente eran buenas gentes, pero al llegar  el Mesías no lo reconocieron, y lo entregaron al suplicio. El proverbio   reza que el camino del infierno, está sembrado de buenas intenciones.

                  –¡Estoy confundido, pastor!

                  –Buscá consuelo en la oración, Dios nos pone a prueba, y no les vendría mal a esos dos rezarle a su Dios suplicando perdón.

El joven dudó en responder. Lo hizo en voz muy baja.

                  –Es que ellos no creen en ningún Dios.

                  –¡Ah bueno! Judíos, ateos y depravados. ¡Gabrie, no vayas más ahí!

                  –Pero, son buenos, pastor.

                  –¡¿Buenos?! ¿Pueden ser buenos dos fornicadores que no tienen Dios?

Gabriel lloraba, cada tanto un espasmo sacudía su pecho.

                  –Son buenos, pastor.


♫ ♫ Donde haya paz o no exista el tiempo……


Gabriel buscó en la siesta esa paz interior que despierto le era esquiva. El bien y el mal, desde su rígida concepción libraban una feroz batalla que lo desgarraba. En sueños veía la espalda de Raquel tirada sobre la colchoneta y sus manos, sus propias manos, despojándola suavemente de la minúscula tanguita. Luego, de la tierra emergía aquel centurión enterrando su lanza en el costado de Jesús y el grito de dolor, y la sangre bendita manchando sus manos y el cuerpo ya desnudo de la mujer. Se incorporó y clavó sus ojos en aquel arcón donde guardaba cosas de su padre. Saltó de la cama, lo abrió y hundió sus manos dentro de él. Perplejo contempló ese viejo revólver del que ya ni se acordaba.

♫ ♫ Donde el sol seca las lágrimas, de las nubes en las mañanas……


El cielo presentaba un color gris en donde nubes aún más oscuras semejaban enormes várices de plomo. El barrio, zona de quintas en donde todos se conocían, se agrupaba en racimos humanos frente a la casa en donde dos patrulleros y una ambulancia esperaban pacientes. En la puerta de entrada, un policía de consigna y el ir y venir de oficiales y peritos forenses. Una cinta de plástico oficiaba de frontera para los curiosos.
El recién llegado se incorporaba a alguno de los grupos o simplemente preguntaba: ¿Qué pasó?

                  –Parece ser que el marido la encontró con el chico que trabajaba con él             y los mató a los dos.

Una mujer mayor, con los brazos cruzados sobre su batón, contaba en voz baja.

                  –A ella la conozco desde chica. Raquelita siempre fue muy estudiosa y                        educada, pero… le gustaba mucho, ya saben, ese cuerpito pasó por  todos los chicos del barrio.

Y las voces continuaron sumando certezas temporales e incertidumbres.

                  –Me dijeron que el chico se enamoró de ella y como no le dio bola, se  mató..

                  –No, según dicen los mató a los dos y después se mató él.

                  –El pibe siempre me pareció medio raro, muy callado, ¡son los peores!,   seguro que se calentó con la mina y andá a saber qué hizo. Por ahí la  quiso violar.

                  –Pobres, eran buena gente.

                  –¿Qué habrá pasado, no?


♫ ♫ Búsquenme, me encontrarán, en el país de la libertad……




                                                               Daniel M. Forte
                                                         23/12/10