Vistas de página en total

jueves, 29 de marzo de 2018

CESÁREO


Es uno de esos veranos en los que el sol agrieta la tierra como si la odiara, a la hora de la siesta, la granja luce callada y quieta.
Más allá del maizal, en un bajo ralamente arbolado seis jóvenes conspiran.

-       Debemos por lo menos intentarlo

Cesáreo, en el medio del semicírculo formado por sus compañeros a la sombra de un gran eucalipto dijo esto con convicción.

-       Pero si nuestros padres se enteran nos acogotan

-       ¡Que importa Iván!, ¿vas a pasarte toda la vida picoteando maíz a los pies de los hombres?

Largo rato discutieron. Al final todos aceptaron.

                                   --------------------------------------------------------

Ahora la granja está en silencio y como todos los días antes del alba, Ulises se apresta a cumplir con su deber, como lo hiciera su padre y el padre de su padre.
Camina despacio por el gallinero y se detiene al lado de su hijo que duerme profundamente; lo mira con ternura, -¡como ha crecido mi muchacho!-, piensa que pronto lo reemplazará y cantará en lo alto del alero anunciando el día.

-       La tradición es algo bueno, nos identifica, salvaguarda al futuro de los sobresaltos de la vida salvaje y así transcurre la existencia en paz-.

Respiró profundo y se dirigió al alero. Un nuevo día estaba por llegar.

                        ---------------------------------------------------------------------

-       ¡Cesáreo!

-       Hola Romina

La joven se acercó lenta y cadenciosamente, se sabía linda y segura de si misma, todos los gallos jóvenes, y no tanto, estaban a su merced

-       Hoy nos juntamos con los chicos a practicar el pasito piú –piú, a la tarde, después de almorzar, ¿venís?

-       ¡¿Qué cosa van a hacer?!

-       Pero, ¿en que planeta vivís?, ¡el paso piú-piú!, la última onda

-       No puedo, tengo cosas mas importantes para hacer

-       ¡Odioso!

Romina se alejo con malhumorada dignidad.

La hondonada es un solo dolor repartido en magullones, hematomas y cortes sangrantes; ellos descansan a la sombra  y en el silencio de la derrota observados por dos ojos a los lados de un hocico blanqueado por los años. El dueño de los ojos, del hocico blanquecino y de los años se presenta al grupo. Sonríe burlón.

-       ¡Salud jóvenes intrépidos!, o a lo que quede de ellos.

-       Hola Tom

El saludo colectivo sonó como un eco en cada una de las jóvenes gargantas. Tom vio algo que no le gustó y frunció el ceño, se acercó a uno de ellos.

-       Esta herida es profunda Tomás, permitime

Su hocico olfateó el sangrante tajo, luego empezó a lamerlo; al rato la sangre se detuvo.

-       Tu pata no está rota de milagro. Y ahora díganme que significa este suicidio colectivo, ¿es una nueva moda?

-       Nada Tom, es solo un juego.

-       ¡Ah bueno!, si es así, no tengo nada que decir, creí que pretendían volar y algo  les hubiera dicho, pero como es un juego, me voy ¡adiós muchachos!

Un rápido cruce de miradas; Cesáreo detuvo al perro.

-       Es así Tom, queremos volar., pero no lo andés diciendo por ahí.

-       Tranquilo Cesa, guardaré el secreto.

-       ¿Qué nos podés decir?

-       Muy poco. Hay que fortalecer las alas, busquen una horqueta, cuélguense de las alas y levanten su cuerpo, hacia arriba y hacia abajo; cuando logren hacerlo cien veces estarán en condiciones de empezar a volar.

-       Pero ¿y la técnica de vuelo?

-       Amiguito, soy un perro, no se nada de esas cosas, no estamos preparados para volar.

-       Los hombres tampoco y sin embargo lo hacen.

-       Así es, construyen artefactos para eso, sus artefactos son las alas; y eso es todo lo que puedo decirles; ¡adiós amigos!, una hermosa siesta me está esperando.

Pero, hay siestas condenadas a no ser disfrutadas, al llegar a su casilla, vio Tom parado sobre un poste de alambrado a una enorme águila. Paró las orejas y fue hacia el, no disimuló sus movimientos pues sabía que el rapaz seguro hacía rato que lo había visto. Se detuvo a unos pasos.
  
-       Si tu intención es almorzar aquí ya podés ir ahuecando el ala.

El pájaro no se inmutó.

-       Tranquilo perro, solo estoy descansando, además, nosotros no comemos gallinas.

Dibujando en su semblante una mueca perversa alzó el vuelo

-       ¡A menos que vuelen! 

Un agudo graznido acompañó su partida, y a Tom se le antojó que así debían reír las águilas.
Largo rato meditó el viejo perro echado en la puerta de su refugio, - si pudiera ir al bosque, tal vez Clorinda los ayudaría -; pero no era posible, no haría a tiempo de ir y venir por la noche; y si el amo se enteraba, o si una comadreja atacaba, las cosas se pondrían feas. ¿Qué hacer entonces?


Los días transcurridos sumaron semanas y estas se hicieron meses, las hojas cayeron y en la rala hondonada el frío se hacía sentir. Un coro de doce voces alentaba  a Cristóbal, el que faltaba para cumplir el objetivo.

-       Noventa y siete, noventa y ocho

El joven quedó como petrificado sostenido por sus alas sobre la horqueta de un viejo paraíso, el cuello tembloroso y los ojos desmesuradamente abiertos delataban el esfuerzo

-       ¡Vamos amigo, solo dos!

-       Noventa y nueve….¡¡¡¡¡cienn!!!

Cristóbal cayó al suelo y el grupo, jubiloso lo rodeó, saltaron sobre él, picotearon su lomo y su cabeza

-       ¡Bravo Cristóbal!, ¡lo lograste!

Distraídos por el festejo, no notaron la saeta parda que pasó junto a ellos y buscó refugio tras un arbusto. Una torcaza, descontenta con el rol de alimento que el águila le asignó suplicó desde su improvisado escondrijo.

-       Por favor chicos, un águila me persigue, si aparece no digan que estoy aquí.

Y el nombrado en cuestión apareció. Se paró en una rama a mediana altura y con ojos punzantes estudió al grupo. Su voz sonó amable.

-       Parece que sus alas ya están listas para el vuelo.

El grupo no respondió

-       Me llamo Rufus y hace tiempo que los vengo observando; y a propósito, ¿no han visto a una torcaza pasar por aquí?


Cesáreo se adelantó, pero no mucho. Sabía que las águilas no eran de fiar.

-       No vimos nada; ¿puede decirnos algo de la técnica de vuelo?

De tener labios Rufus habría sonreído.
 
-       Muchacho, cada especie tiene su técnica particular; nosotros batimos las alas en forma vertical y mantenemos derechas las plumas de la cola, luego buscamos una corriente ascendente y planeamos. ¡Adiós, no saben con que fervor les deseo suerte!

Esperaron un tiempo para asegurarse de que Rufus estuviera lejos y se dirigieron al arbusto. La torcaza estaba inmóvil.

-       ¿Podés enseñarnos a volar?

-       Puedo decirles como volamos nosotras

Margarita, pues así se llamaba la torcaza, estuvo largo rato charlando con ellos

-       Traten de volar en grupo, para eso deberán elegir un líder y lo harán formando una v “corta”. El líder se ubicará en el vértice, los del lado derecho observarán al compañero de la izquierda y copiarán su movimiento y así lo harán los del lado izquierdo con su compañero de la derecha. Si son atacados busquen una elevación, el águila teme lastimarse si yerra el golpe y por sobre todo, no rompan la formación.

-       Pero vos volabas sola.

-       No siempre las cosas salen como lo planeamos. Si están solos deben estar alertas y cuando un águila vaya en picada hacia ustedes, vuelen recto y en el último instante giren su cuerpo y así pasará de largo. ¡Practíquenlo!

-       Para practicarlo primero debemos volar

-       Deberán encontrar su propia técnica.

Y así todo volvió a empezar. Esta vez los golpes fueron menos pues podían amortiguar la caída con el batir de sus alas, pero solo eso.
Fue en el momento en que Cesáreo trabajosamente subió a lo alto del eucalipto
cuando todo se precipitó; alguien desde abajo pronunció su nombre con autoridad; reconoció la voz de su padre y sintió que un puño de hierro le oprimía el pecho. Bajó dos ramas y se situó sobre el, más exactamente sobre ellos, porque ahí estaban su madre y los padres y madres de todos sus amigos.
Ulises, con la autoridad del jefe le ordenó bajar, el joven solo balbuceó un tímido  –no-.
Esta vez su padre usó un tono cuya severidad desconocía, todos lo observaban y no permitiría que un gallito lo desafiara. Cesáreo respiró hondo, algo nuevo nació en el, ya no temblaba.

-       ¡No voy a bajar!, quiero volar y lo voy a hacer, aunque no te guste, mis amigos también volarán; ¡¡ y si no lo haré solo!!
  
Una fría, tenaz e invisible línea recta unía las pupilas de padre e hijo, el primero en desviar la mirada perdería la partida.
Violeta se acercó; las lágrimas brotaban generosas de sus ojos.

-       ¡Por favor hijo!

Cesáreo comenzó a trepar por las ramas del árbol; llegó hasta la más alta, la que apenas lo sostenía en un peligroso balanceo. Sus alas se desplegaron.
Esta vez el grito de Ulises estalló con toda la fuerza de la desesperación mientras
Violeta no dejaba de llorar.; de pronto todo fue silencio, todo el grupo se apiño alrededor del eucalipto; Cesáreo batía las alas con fuerza y entonces.

-¡Hacia adelante, como si empujaras el aire; las plumas de la cola rectas  hacia arriba!.... ¡¡¡asi!!!

La perplejidad general se explicitó en un gemido acompasado al ver a Violeta aletear y levantar vuelo. Muchos pares incrédulos de ojos la observaron posarse en una rama cerca de su hijo

-       mamá ¡¿vos?!....volás


-       No hijo, yo se volar, no vuelo. Para hacerlo hace falta tener un corazón como el tuyo y mucho coraje para enfrentar las consecuencias; ¡vamos!, intentálo.

 Cesáreo aleteó tal como le dijera su madre y se lanzó al vacío. Su cuerpo cayó por un instante para volver a subir, ¡estaba volando!

-       ¡Vamos amigos!

Los otros padres intentaron detenerlos pero uno a uno, cada cual a su manera, alzó el vuelo. Violeta volvió junto a su marido.

-¡Guiános Cesáreo!

El grupo volaba en círculos en perfecta formación con Cesáreo en el vértice dirigiendo las maniobras, luego ascendieron y se dirigieron rumbo al bosque.
Largo rato quedó Ulises con la vista clavada en esa dirección, Violeta amorosamente le acariciaba el cuello.

-       Ya nunca mi muchacho cantará al alba

-       Amor, el y sus amigos van en busca de su propio amanecer.


                                                                                     Daniel M Forte
                                                                                         21/05/10



jueves, 22 de marzo de 2018

DOS MILÍMETROS Y MEDIO



Entonces recordó aquella vez que su amigo, aquel de la infancia, le dijo que para saber si una pila estaba cargada, había que apoyar la lengua en el polo positivo y él lo hizo; tomó una de esas Eveready blancas de papel, apoyó la lengua y sintió lo mismo que ahora, una sensación metálica y el sabor amargo que no sintió en su momento, del aceite 611.
Pensó que su cerebro amotinado había soltado todos los mastines del instinto de conservación, ese turro cerebro que sabía que con argumentos lógicos no iba a ganarle y entonces, recurría a la vil artimaña de los gratos recuerdos explicitados en imágenes, rostros queridos, situaciones.
Dos milímetros y medio, tolerancia mediante, era la distancia hacia la nada. Sintió en los dientes el vibrar del mecanismo, el giro del tambor y el perno que traba el percutor; oxidaré el cañón con la saliva pensó con vergüenza ante semejante estupidez. Ahora el cerebro recurría al grotesco.
Dos milímetros y medio.
Cuando cerraron el ataúd donde yacía su madre, le dijo adiós y que la volvería a ver en el último segundo de su vida, con el rostro iluminado por una dulce sonrisa mientras le preguntaba ¿querés que te compre un heladito?, en ese momento supo lo que era la felicidad. ¿Porqué nunca más lo trató así?, nunca más; siempre se agrede lo que no se comprende y en definitiva, ella hizo lo que pudo y no era el momento, su último momento, de reflotar viejos rencores.
Dos milímetros y medio.
En definitiva, ¿qué había hecho de su vida?, ¿qué logro podía exhibir?, ¿cuál era el argumento para continuarla?, ¿qué podía esperar del devenir?
Su mente analítica imaginó esa súbita fracción de segundo en el que el índice presiona la cola del disparador y este, recorriendo aquellos fatídicos dos milímetros y medio libera el martillo que golpea el culote de la bala inflamando la pólvora y empujando al proyectil que girando por acción de las estrías abandona la boca del cañón. ¿Llegaría a escuchar el estampido?
Dos milímetros y medio.
Un tipo solitario que odiaba la soledad, una soledad impuesta desde muy temprano cuanto intuyó que no encajaba, que era raro, distinto y así se la pasó, gritando a su manera ¡soy como ustedes!, ¡acépteme! y nadie comprendió ese grito y entonces se recluyó en la autoconmisceración, en la comodidad de la tristeza sin riesgos.
Dos milímetros y medio.
Y tal vez sea una farsa más, como lo fue su vida, una patética payasada en la que ni el mismo creía, ¿Dónde estaban esas imágenes que preceden a la muerte? No, no estaban y en cambio, la sensación de indiferencia, de no creerse a si mismo lo embargaba, esa fantasía tan despreciada que lo disociaba de la realidad lo hacía observarse como si eso no estuviera pasando, como si él fuera otro.
Dos milímetros y medio.
Y entonces, ¿qué hecho trascendente ocurriría?, ¿acaso la omnipotencia del suicida le hace creer que el mundo se acabará con él?, ¡ni pensarlo!, mañana todo será igual para los miles de millones que habitan este planeta, solo faltará una hormiga, imperceptible y anónima en el enorme túmulo que es el hormiguero.
Dos milímetros y medio