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martes, 3 de mayo de 2016

¿QUIEN NO TIENE UN MUERTO EN EL ROPERO?

José Martí y el 1º de mayo
Por Daniel M Forte
05/06/10

Todos los años, el 1º de Mayo se realiza en Cuba el desfile en la Plaza de la Revolución. En ella se destaca el monumento a José Martí, al que llaman el apóstol de la libertad y que sin duda fue uno de los mayores poetas americanos; gran patriota y  revolucionario, cuyas acciones lo llevaron a ofrendar la vida defendiendo y aplicando consecuente y desinteresadamente  sus convicciones; sin embargo, sus limitaciones ideológicas hicieron que comprara el discurso de la reacción en los EE.UU cuando ésta, montó la farsa del proceso a los anarquistas que más tarde, la historia conocería como los Mártires de Chicago, por cuyo holocausto, los trabajadores del mundo conmemoran esa fecha, como una jornada de unidad, solidaridad y lucha del proletariado.
Albert Spies, uno de los ejecutados, al pie de la horca pronunció esta lapidaria sentencia. Llegará el día, en que nuestro silencio, se oirá más fuerte que todas vuestras palabras.
A continuación, transcribo la nota que José Martí enviara al diario La Nación, de Argentina, en su carácter de corresponsal, cubriendo el juicio a estos obreros y luchadores.
 Alguien me dijo que después, Martí rectificó su opinión. En lo personal, busqué esa rectificación y no la encontré.
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El Proceso de los siete anarquistas de Chicago
Por José Martí

New York septiembre 2 de 1886

 Señor Director de La Nación.

Aquellos anarquistas que en la huelga de la primavera lanzaron sobre los policías de Chicago una bomba que mató a siete de ellos, y huyeron luego a las casas donde fabrican sus aparatos mortíferos, a los túneles donde enseñan a sus afiliados a manejar las armas, y a untar con acido prúsico, para que maten mas seguramente, los puñales de hoja acanalada; aquellos que construyeron la bomba, que convocaron a los trabajadores a las armas, que llevaron cargado el proyectil a la junta pública, que excitaron a la matanza y al saqueo, que acercaron el fósforo encendido a la mecha de la bomba, que la arrojaron con sus manos sobre los policías, y sacaron luego a la ventana de su imprenta una bandera roja; aquellos siete alemanes, meras bocas por donde han venido a vaciarse sobre América el odio febril acumulado durante siglos europeos en la gente obrera; aquellos míseros, incapaces de llevar sobre su razón el peso peligroso y enorme de la justicia, que en sus horas de ira enciende siempre a la vez, según la fuerza de las almas en que arraiga, apóstoles y criminales; aquellos han sido condenados, en Chicago, a la muerte en la horca.
Tres de ellos ni entendían siquiera la lengua en que los condenaban. El que hizo la bomba, no llevaba más de unos nueve meses de pisar esta tierra que quería ver en ruina.
Uno solo de los siete, casado con una mulata que no llora, es norteamericano, y hermano de un general de ejército; los demás han traído de Alemania cargado el pecho de odio.
Desde que llegaron, se pusieron a preparar la manera mejor de destruir. Reunían pequeñas sumas de dinero; alquilaban casas para hacer experimentos, rellenaban de fulmicotón trozos pequeños de cañería de gas; iban de noche con sus novias y mujeres por los lugares abandonados de la costa a ver como volaban con esta bomba cómoda los cascos de barco; imprimían libros en que se enseña la manera fácil de hacer en la casa propia los proyectiles de matar; se atraían con sus discursos ardientes la voluntad de los miembros mas malignos, adoloridos y obtusos de los gremios de trabajadores; “pudrían – dice el abogado – como el vómito del buitre, todo aquello a que alcanzaba su sombra”.
En libros, diarios y juntas adelantaban en organización armada y predicaban una guerra de incendio y exterminio contra la riqueza y los que la poseen y defienden, y contra las leyes y los que la mantienen en vigor. Se les dejaba hablar, aún cuando hay leyes que lo estorban, para que no pudiesen prosperar so color de martirio, ideas de cuna extraña, nacidas de una presión que aquí no existe en la forma violenta y agresiva que del otro lado del mar las ha engendrado.
Prendieron esas ideas lóbregas en los espíritus menos racionales y más dispuestos por su naturaleza a la destrucción; y cuando al fin, como enseña de este fuego subterráneo, saltó encendida por el aire la bomba de Chicago, se vio que la clemencia equivocada había permitido el desarrollo de una cría de asesinos.
No embellece esta vez una idea el crimen.
Sus artículos y discursos no tienen aquel calor de humanidad que revela a los apóstoles cansados, a las víctimas que ya no pueden con el peso del tormento y en una hora de majestad infernal la echan por tierra, a los espíritus de amor activo nacidos fatalmente para sentir en sus mejillas la vergüenza humana, y verter su sangre para aliviarla sin miramiento del bien propio.
Así se explica que los trabajadores mismos temblaron al ver que delitos se criaban a sus sombra; y como de vestidos de llamas se desasieron de esta mala compañía, y protestaron ante la nación que ni los mas adelantados de los socialistas protegían ni excusaban el asesinato y el incendio a ciegas como modos de conquistar un derecho que no puede ser saludable ni fructífero si se logra por medio del crimen, innecesario en un país de república, donde puede lograrse sin sangre por medio de la ley.
Así se explica cómo hoy mismo, cuando los diarios fijaron en sus tablillas de anuncio el veredicto del jurado, no se oía una sola protesta entre los que se acercaban ansiosamente a leer la noticia.
Y esta vez, ni un solo gremio de trabajadores en toda la nación ha mostrado simpatía, ni cuando el proceso, ni cuando el veredicto, con los que mueren por delitos cometidos en su nombre.
Y es porque esos míseros, dándose a si propios como excusa de su necesidad de destrucción las agonías de la gente pobre, no pertenecen directamente a ella, ni están por ella autorizados, ni trabajan en construir, como trabaja ella, sino que son hombres de espíritu enfermizo o maleado por el odio, empujados unos por el apetito de arrasar que se abre paso con pretexto público en todas las conmociones populares, pervertidos otros por el ansia dañina de notoriedad o provechos fáciles de alcanzar en revueltas,        - y otros, ¡los menos culpables, los mas desdichados!, endurecidos, condensados en crimen, por la herencia acumulada del trabajo servil y la cólera sorda de las generaciones esclavas.
Aquí, a favor de la gran libertad legal, de lo fácil del escape en esta población enorme, de la indulgencia que envalentonó la propaganda anarquista, se reunieron naturalmente para su obra de exterminio esos elementos fieros de todo sacudimiento público: los fanáticos, los destructores y los charlatanes. Los ignorantes los siguieron. Los trabajadores cultos se retrajeron de ellos con abominación. Los obreros norteamericanos miraron como extraños a esos medios y hombres nacidos en países cuya organización despótica de mayor gravedad y color distinto a los mismos males que aquí los hábitos de libertad hacen llevaderos.
El silencio amparó la obra siniestra.
Porque entre otras cosas, los peligros mismos que, a la raíz del proceso, corría el jurado, venían siendo garantía de que él no daría veredicto de muerte contra los anarquistas, a tener la menor posibilidad de evitarse así una inquietud para la conciencia y un riesgo para sus vidas. Si la evidencia no era absoluta, el jurado se aprovecharía de ello para no incurrir en la ira de los anarquistas.
Ya se sabe que el jurado aquí, como en todas partes, no es como los jueces, que viven de la justicia y pueden afrontar los peligros que les vengan de ejercerla con la protección y paga del orden social que los necesita para su mantenimiento.
Estos doce jurados, traídos muy contra su voluntad a juzgar a los jefes de una asociación numerosa de hombres que creen glorioso el crimen, y criminales a todos los que se les oponen, habían de temer con razón que los anarquistas, enfurecidos por la sentencia de sus jefes, llevasen a cabo las amenazas que esparcían abundantemente, mientras se estaba eligiendo el jurado.
Treinta y seis días tardó el jurado en formarse. Novecientos ochenta y un jurados hubo de examinar para poder reunir doce.
Reunidos al fin, siguió por todo un mes la sombra vista.
De noche reposaban los jurados en sus cuartos en el hotel, vigilados por los alguaciles que debían librarle de toda comunicación o amenaza; deliberaban; comentaban los sucesos del día; iban concentrando el juicio; se distraían tocando el piano, banjo y violín. De día eran las sorpresas.
Ya era el norteamericano Parsons, a quien la policía no podía hallar, y se presentó de súbito en la sala del proceso, desaseado, barbón, duro, arrogante; ya era que iban perdiendo su seguridad aparente los presos, conforme el fiscal público presentaba en el banquillo como testigos a los cómplices mismos de los anarquistas, el regente de la imprenta del periódico que incitaba a la matanza, al dueño de la casa donde el recién llegado alemán hacía las bombas.
Una joven repartía un día a los presos ramilletes de flores encarnadas. La madre del periodista Spies oía día sobre día  las declaraciones contra su hijo. El fiscal presentó en su propia mano una bomba cargada, de las que se hallaron en un escondite, fabricadas por uno de los presos, con ayuda del cómplice que lo denunciaba desde el banquillo.
Cada día se veían crecer las alas de la muerte, y se sentían aquellos infelices bajo su sombra.
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¡Pobres mujeres! La viejecita Spies, la madre del periodista, estaba en su rincón, mirando como quien no quiere ver. Allí su hermana joven. Allí la novia lozana de uno de los presos. Allí la mujer de Schwab, desdichada y seca criatura, el cuerpo como roído, de rostro térreo y manos angulosas, extraña en el vestir, los ojos vagos y ansiosos, como de quien viviese en compañía de un duende; Schwab es así; desgarbado, repulsivo, de funesta apariencia; la mirada caída bajo los espejuelos, la barba silvestre, el pelo en rebeldía, la frente no sin luz, el conjunto como de criatura subterránea.
Allí la mulata de Parsons, implacable e inteligente como él, que no pestañea en los mayores aprietos, que habla con feroz energía en las juntas públicas, que no se desmaya como las demás, que no mueve un músculo del rostro cuando oye la sentencia fiera. Los noticieros de los diarios se le acercan, mas para tener que decir que para consolarla. Ella aprieta el rostro contra su puño cerrado.
No mira, no responde; se le nota en el puño un temblor creciente; se pone de pie de súbito, aparta con un ademán a los que la rodean, y va a hablar de la apelación con su cuñado.
La viejecita ha caído en tierra, a la novia infeliz se la llevan en brazos. Parsons se entretenía, mientras leían el veredicto, en imitar con los cordones de una cortina que tenía cerca el nudo de la horca, y en echarlo por fuera de la ventana, para que lo viese la muchedumbre de la plaza.
En la plaza, llena desde el alba de tantos policías como concurrentes, hubo gran conmoción cuando se vio salir del tribunal, como si fuera montado en un relámpago, al cronista de un diario, - el primero de todos -. Volaba. Pedía por merced que no le detuviesen. Saltó al carruaje que lo estaba esperando.
- ¿Cuál es, cuál es el veredicto? – voceaban por todas partes. - ¡Culpables! – dijo, ya en marcha. Un hurrah, triste hurrah llenó la plaza. Y cuando salió el juez, lo saludaron


FUENTE:      “LITERATURA Y PERIODISMO”
                        CANTARO EDITORES 
                        ENERO 1998
                        Pág.: 50 à 55 















3 comentarios:

  1. El silencio...Tantas cosas pasaron allá por el silencio

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  2. Marti, condenatoria crónica y barroca. Marti, no tenía tal altura, no fue un grande al fin y al cabo su carrera intelectual fue, subsidiaria de los yanquis y sus avtos heroicos fueron bien calculados, no fue um héroe, épico.

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Pido disculpas por no agradecer sus comentarios, por motivos que desconozco, mi propio blog no me lo permite