♫ ♫ Búsquenme donde se pone el
sol…..
El verano apretaba,
lo hacía con énfasis en aquella pequeña habitación. Por las ventanas abiertas
de par en par irrumpía una brisa calida y sensual como aliento de mujer y
adhería en la piel de los dos hombres diminutas partículas de polvo que
brotaban de las herramientas. Elías se secaba la frente y mecánicamente
guardaba su viejo pañuelo en el bolsillo de atrás de su jardinero; Gabriel, su
joven ayudante, trabajaba en silencio mientras que desde el equipo de música,
León Gieco cantaba.
Hacía ya tres meses
que Gabriel trabajaba allí; quería aprender a ser luthier y Elías, un verdadero
maestro en el tema a pesar de su juventud, le dio la oportunidad. Era un
muchacho callado y tímido con dieciocho años recién cumplidos. ¿Su vida?:
sencilla. Los sábados acudía devotamente al templo evangélico a buscar en las
alturas celestiales esa paz que el conurbano bonaerense le negaba. Huérfano de
padre encontró en la fe a ese otro gran padre protector y sabio que en labios
del pastor iluminaba la vida con verdades eternas e incuestionables.
♫ ♫ donde exista una canción….
–De modo que
vos, ¿nunca?
Elías dijo esto a la
pasada mientras ajustaba la boquilla de una trompeta bastante injuriada por la
vida. Odiaba trabajar en silencio y ese pibe, con su rígida moral estructurada
lo divertía.
–Todavía no.
Gabriel no levantó la
vista.
–¿Y no te parece
que ya va siendo hora? Dieciocho años y todavía virgen es, ¿cómo decirlo?, un desorden. ¿No hay chicas ahí en
el templo?
–Sí, pero ¡qué
sé yo!, no da para eso.
Elías sonrió.
–¡¿Cómo que no
da para eso?! Mirá, la mina que no fifa, vuela. ¿Viste alguna vez una mina volando?
–No.
–¡Yo tampoco!
¿Entendés?
–Es que yo
entiendo al sexo sólo dentro del matrimonio.
–¡¡Dejate de
joder!! ¿Vas a estar a pura paja hasta que te cases?
–No, porque eso
también está mal.
La cara de Gabriel
súbitamente enrojeció. Su ventana, abierta de par en par, daba al jardín
interno de la casa. Allí Raquel, esposa de Elías, tendía ropa que tomaba de una
enorme palangana colocada muy cerca sobre el pasto. Vestía un solero muy
cortito y de color blanco que por momentos traslucía su piel blanca y suave. No
usaba ropa interior y la maniobra de tomar una nueva prenda remachaba los ojos
del muchacho allí donde su moral se lo prohibía, mientras que desde su entrepierna
el cuerpo aullaba de necesidad.
–Estás colorado,
¿te sentís bien?
Gabriel volvió en sí
y trató de sobreponerse.
–Es que hace
mucho calor.

–Rújele, cuando
puedas, ¿nos traerías algo fresco? Si no Gabriel se nos muere.
♫ ♫ Búsquenme a orillas del mar….
Ella flotaba desnuda
en el aire, giraba sobre sí y reía sensualmente al tiempo que las manos
danzaban por todo su cuerpo. Cuando intentaba alcanzarla ella se retiraba,
reía, lo provocaba con todo su ser; lo llamaba, se exhibía en esa vaporosa
atmósfera de exquisita impudicia. Por fin la tomó de un brazo y la atrajo hacia
sí, sintió su piel, oprimió sus pechos, buscó la boca, caliente, húmeda, suave.
Y su cuerpo estalló.
Gabriel se despertó
sudoroso y palpitante, su falo tieso, sus piernas empapadas por la nocturna
polución. La angustia lo envolvió y se apoderó de él hasta la desesperación.
“¡No derramarás tu semilla!”, susurró
como un poseso y lo repitió una y otra vez mientras lloraba. Luego el sueño lo
venció.
♫ ♫ Besando la espuma y la sal….
El tiempo en que los
cuerpos reposan entrelazados y sudorosos, aún palpitantes y un poco ausentes,
forma parte inseparable del placer. Encender dos cigarrillos y posar suavemente
uno en los labios de Raquel es de ese tipo de rutinas que no hastían. Sentir el
contacto de la piel y el alma, una sola alma repartida en dos cuerpos en
mitades cambiantes era la forma reposada del éxtasis. Cada tanto un beso en la
frente y apretarse más, un poquito más, como si el otro fuera a escabullirse,
preanunciaba el sueño o la batalla.
–Hoy estuviste muy turra, el pibe casi se va en seco, ¿viste cómo se
puso?
Esa carita de nena
traviesa que fascinaba a Elías se hizo presente en el rostro de Raquel.
–¿Le dijiste algo?
–No directamente, trato de sacar el tema pero se
encierra en sus creencias. Gabriel es una colección de consignas: esto no
porque Dios no quiere, esto otro tampoco porque es pecado. Tiene el cerebro
embotado, no piensa, no cuestiona. Su Dios y el pastor piensan por él.
–Sí, pero cuando me vio el culo, ¡se puso al palo!
–Ahí está la cosa, ¿quién ganará? ¿El cuerpo o el alma?
♫ ♫ Búsquenme, me encontrarán….
Elías no podía parar
de reír, al punto que tuvo que enjugarse las lágrimas con su inseparable
pañuelo. Gabriel lo miraba con evidente remordimiento.
–¿En serio creías eso?
El muchacho,
visiblemente contrariado, no sabía cómo disculparse.
–Es que mi abuela una vez me lo dijo, perdoname, yo no
te quise ofender.
–No me ofendés, me causa gracia y al mismo tiempo me sorprende que
siendo cristiano practicante no sepas que eso está en la Biblia, en el
Deuteronomio. Allí hay un listado de animales considerados inmundos, entre
ellos el chancho. Pero de ahí a pensar que nosotros, aunque no es mi caso, no
comemos chancho porque lo adoramos como a un Dios es un disparate bastante facho, sin ofender a tu abuela.
–¿Vos comés?
–A mí me encantan los sanguches de jamón crudo, huevo y tomate.
–¿Y tu rabino que te dice? ¿O no lo sabe?
–¡¿Mi qué?! No Gabriel, yo no soy ni practicante ni creyente.
El joven esta vez
abrió los ojos sorprendido, algo no encajaba en esa conversación pero no entendía
qué era. De pronto enrojeció.
Raquel entraba al
taller con una bandeja sobre la que reposaban dos vasos de limonada y un envase
plástico de vivos colores. Una camisa de mangas cortas totalmente abierta la
cubría. Debajo, un diminuto bikini rojo y algo de perfume. Dejó las bebidas
sobre uno de los bancos de trabajo. Elías guiñó un ojo a Gabriel.
–Parece que
tenemos calor, mi amor.
–No, voy a tomar
un poco de sol en el jardín.
El envase en cuestión
contenía bronceador con filtro solar. Raquel se lo alcanzó a su marido.
–¿Me lo pasás
por la espalda?
–Imposible, mirá
la mugre que tengo en las manos, pedile a Gabriel.
La mujer no preguntó,
con total naturalidad señaló al muchacho.
–Vení.
Fueron hasta el
jardín en donde una mullida colchoneta aguardaba sobre el césped; a su lado, a
la sombra de un rosal había un termo con el vaso desenroscado.
Raquel entregó el
bronceador a Gabriel, dejó que su camisa resbalara hacia el piso y se tiró boca
abajo en la colchoneta. Sus manos buscaron con esfuerzo algo inalcanzable en la
espalda, su boca emitió un chasquido de disgusto.
–No alcanzo,
desatame el corpiño, por favor.
Era un nudo simple,
bastaba traccionar una de las tiras y se deshacía, pero cuando las manos
tiemblan lo simple fácilmente se torna titánico. Por fin Gabriel pudo con él.
La prenda quedó bajo el cuerpo de Raquel, quien hizo varios movimientos sin
encontrar la posición más cómoda, hasta que, sin incorporarse, lo sacó
dejándolo a su lado. Puso una mano sobre la otra y en ellas recostó ladeada la
cabeza. Ante el muchacho se presentó el delicioso espectáculo de ese medio
rostro, del pelo en donde el sol provocaba caprichosos reflejos, de la blanca y
suave sabana de la espalda y el nacimiento, apenas perceptible de los pechos
por debajo de las axilas; luego la tanguita roja por donde los glúteos asomaban
insolentes, y las piernas... las piernas.
La voz de Raquel lo
sacó de su ensueño.
–Dale.
Un poco de esa
sustancia cremosa y la mano empezó la tarea. Primero el cuello, levantando delicada
y tímidamente los cabellos con la otra mano. Un poco más de bronceador que
salió del envase con un ruido escatológico y los hombros recibieron la caricia.
Por donde pasaba la mano embadurnada la piel brillaba. Ahora era la espalda,
suave y caliente. No ejercía presión, apenas la rozaba. Al llegar a la base de
uno de los pechos Raquel se estremeció.
–¡Me hacés
cosquillas! Apretá un poco más.
La mano se apoyó
firmemente y Gabriel imaginó que podría deslizarla bajo el cuerpo y oprimir con
fuerza esa teta que apenas se insinuaba. Asustado la retiró y pasó a la parte
inferior de la espalda, en donde el elástico de la tanguita hacía las veces de
frontera de lo permitido. Varias veces recorrió la baja geografía esparciendo
la sustancia protectora. Las yemas de los dedos chocaban con la tela sin
sobrepasar la línea de lo correcto. Sólo una vez, una sola vez, la mano
amotinada se aventuró dos falanges adentro del territorio prohibido, llegando
hasta el extremo del coxis. Raquel parecía dormir.
Dando por terminada
la tarea limpió su mano con un pañuelo, pero no quería irse, debía retirarse y
no quería. Algo extraño, opresivo y sublime rondaba por su pecho, secaba su
garganta y alborotaba su vientre y su sexo.

♫ ♫ En el país, de la libertad….
Un corto batir de
palmas alertó a Elías, alguien llamaba desde afuera. Era temprano y Raquel no
estaba. Fastidiado se dirigió al portón de entrada.
–¡Gabriel!,
¿cómo estás? Estábamos preocupados.
El muchacho esquivó la
mirada, hoy se mostraba más tímido que nunca.
–Es
que estuve medio engripado.
–Sí, pero ¡tres
días sin venir!, nos hubieras avisado de alguna manera. No tenemos el número de tu celular ni forma de ubicarte. Pensamos
que algo malo te había pasado y no
sabíamos qué hacer.
–Me sentía mal,
perdoname.
Fueron hasta el
taller. Elías continuó con lo suyo mientras Gabriel se cambiaba de ropa;
prolijamente se quitó la camisa y la colgó en el perchero de una de las
puertas.
–Che, ¿qué tenés
en la espalda?
Vetas de color negro
azulado, como ríos en un mapa, surcaban la piel. Algunas tenían una fina costra
de sangre.
-¿¡Qué te pasó!?
El muchacho se cubrió
con su camisa de trabajo.
–Nada, me
tropecé y caí sobre un alambrado.
–¡Aha!, y todo
mientras estabas engripado y en cama. Mirá, si no me lo querés decir es cosa tuya, pero no me tomes por boludo, ésas no son
marcas de alambre de púas.
Gabriel se sentó en
una banqueta, apoyó los codos en las rodillas y sostuvo su cabeza con ambas
manos. Habló en voz muy baja, como para sí.
–No lo
entenderías, no tenés fe y sos judío, perdón.
–¿Perdón por
qué?
–Por llamarte
judío.
Elías permaneció un
rato en silencio. “Este pibe tiene la cabeza limada”, pensó.
–¿Vos te
ofenderías si te digo cristiano, o argentino, o morocho? Esas marcas te las hiciste vos, calculo que con un
cinturón o un rebenque. ¿Por qué,
Gabriel?
–Porque lo
merezco.
–¡¿Qué?! ¿Que te
lo merecés? La Edad Media terminó, no sé si te enteraste.
–No te burles,
esto es muy serio.
–Y debe serlo
para que te cagués la espalda a rebencazos. A ver, ¿qué hiciste tan terrible?
Atormentado, confuso,
balbuceante y lloroso, Gabriel era la alegoría de la desesperación.
–No hice nada,
pero tuve y tengo compulsiones inmundas, pensamientos
ruines. Por eso castigo mi cuerpo, para que a través del dolor y la penitencia Dios me perdone.
–Pibe,
no hay nada malo en pensar porquerías, mientras no jodas a nadie.
–Me jodo yo,
porque Dios todo lo ve.
–¿No te parece
que exagerás? ¿Qué es lo terrible que pensás?
–No te lo puedo
decir, vos me abriste tu hogar, me enseñás lo que sabés y yo…
Se cubrió el rostro
con las manos y rompió a llorar.
–No
lo merezco, ¡soy un hijo de puta!, está en los mandamientos.
–¿Qué cosa está
en los mandamientos?
–¿No entendés?
¡¡¡Deseo a Raquel !!! Traicioné tu amistad, traicioné mi fe, traicioné a Dios.
Elías respiró
aliviado, temía algo más serio. Sonrió condescendiente.
–¡Tanto lío por
eso!
El muchacho levantó
la cabeza y lo miró extrañado. No dijo nada.
–Nosotros
pensamos y creemos que el sexo es algo hermoso.
–¿Ustedes,
los….?
–Raquel y yo.
Como te decía, pensamos que es algo maravilloso.
–Pero ustedes
tienen sexo dentro del matrimonio.
–Y antes de
casarnos cogíamos de lo lindo. Es algo natural y para nada pecaminoso. Cada pareja lo vive de
forma diferente. Ella y yo, por ejemplo,
pensamos que es algo digno de ser compartido.
–¿Compartido?
–¡Compartido!
¿Vos sabés lo que es una pareja swinger?
♫ ♫ Búsquenme donde se detiene el
viento……
Los fieles, en
pequeños grupos semejantes a racimos humanos charlaban distendidos más allá de
las puertas del templo abiertas de par en par. El oficio había concluido. Era
sábado, hacía calor y la calle vacía levantaba por momentos remolinos de tierra
pegajosa.
En el interior,
sumergidos en esa terca atmósfera de cuerpos idos, incienso y sebo, dos hombres
conversan sentados frente a frente vigilados por los ojos sufrientes de Aquel que murió en la cruz.
Uno de ellos es de
mediana edad y todo pulcritud. Huele a Old
Spice, es delgado y ataviado con su camisa de mangas cortas, fina corbata
azul, pantalón de vestir color beige y lustrosos zapatos marrones, no puede ser
otra cosa que un pastor evangelista.
Frente a él, un joven
mira hacia abajo.
–¿Es ese
matrimonio hebreo para el que trabajas?
El muchacho levanta
la cabeza y asiente.
–Gabriel,
nosotros entendemos al sexo sólo dentro del sacramento del matrimonio. Ahora bien, si entablaras relación
con una chica, si la pareja se
consolidara en el tiempo sustentándose en el mutuo amor y si por algún motivo no pudieran casarse en
lo inmediato, el sexo, en ese caso, sería
una transgresión menor y tolerable que Dios, en su infinita bondad, perdonaría. Lo que me estás contando es
otra cosa, es por lo menos adulterio.
–Pero el marido
está de acuerdo.
–El
mandamiento es muy claro, Gabriel, no sólo condena el contacto con la mujer del prójimo,
condena el deseo por ella y recordá que la lujuria, es uno de los pecados capitales.
Tener sexo de a tres es lujuria. Esto se parece
a una tentación demoníaca.
–¡No, pastor!
Son buenas gentes.
–Sus ancestros
también seguramente eran buenas gentes, pero al llegar el Mesías no lo reconocieron, y lo entregaron al suplicio.
El proverbio reza que el camino
del infierno, está sembrado de buenas intenciones.
–¡Estoy
confundido, pastor!
–Buscá consuelo
en la oración, Dios nos pone a prueba, y no les vendría mal a esos dos rezarle a su Dios suplicando perdón.
El joven dudó en
responder. Lo hizo en voz muy baja.
–Es que ellos no
creen en ningún Dios.
–¡Ah bueno!
Judíos, ateos y depravados. ¡Gabrie, no vayas más ahí!
–Pero, son
buenos, pastor.
–¡¿Buenos?!
¿Pueden ser buenos dos fornicadores que no tienen Dios?
Gabriel lloraba, cada
tanto un espasmo sacudía su pecho.
–Son buenos,
pastor.
♫ ♫ Donde haya paz o no exista el
tiempo……
Gabriel buscó en la
siesta esa paz interior que despierto le era esquiva. El bien y el mal, desde
su rígida concepción libraban una feroz batalla que lo desgarraba. En sueños
veía la espalda de Raquel tirada sobre la colchoneta y sus manos, sus propias
manos, despojándola suavemente de la minúscula tanguita. Luego, de la tierra
emergía aquel centurión enterrando su lanza en el costado de Jesús y el grito
de dolor, y la sangre bendita manchando sus manos y el cuerpo ya desnudo de la
mujer. Se incorporó y clavó sus ojos en aquel arcón donde guardaba cosas de su
padre. Saltó de la cama, lo abrió y hundió sus manos dentro de él. Perplejo
contempló ese viejo revólver del que ya ni se acordaba.
♫ ♫ Donde el sol seca las
lágrimas, de las nubes en las mañanas……
El cielo presentaba
un color gris en donde nubes aún más oscuras semejaban enormes várices de
plomo. El barrio, zona de quintas en donde todos se conocían, se agrupaba en
racimos humanos frente a la casa en donde dos patrulleros y una ambulancia
esperaban pacientes. En la puerta de entrada, un policía de consigna y el ir y
venir de oficiales y peritos forenses. Una cinta de plástico oficiaba de
frontera para los curiosos.
El recién llegado se
incorporaba a alguno de los grupos o simplemente preguntaba: ¿Qué pasó?
–Parece ser que
el marido la encontró con el chico que trabajaba con él y los mató a los dos.
Una mujer mayor, con
los brazos cruzados sobre su batón, contaba en voz baja.
–A
ella la conozco desde chica. Raquelita siempre fue muy estudiosa y educada, pero… le
gustaba mucho, ya saben, ese cuerpito pasó por todos
los chicos del barrio.
Y las voces continuaron
sumando certezas temporales e incertidumbres.
–Me dijeron que
el chico se enamoró de ella y como no le dio bola, se mató..
–No,
según dicen los mató a los dos y después se mató él.
–El pibe siempre
me pareció medio raro, muy callado, ¡son los peores!, seguro que se calentó con la mina y andá a saber qué hizo. Por ahí
la quiso violar.
–Pobres, eran
buena gente.
–¿Qué
habrá pasado, no?
♫ ♫ Búsquenme, me encontrarán, en
el país de la libertad……
Daniel
M. Forte
23/12/10