Sucedió en la Cordillera
de los Andes, en aquel pueblo barrido por el aluvión del 34´ y llamado Zanjón
Amarillo.
Tiempos de
muerte fácil, zona de frontera en donde arrieros, contrabandistas, obreros
ferroviarios y ocasionales pasajeros convivían en un equilibrio inestable. Allí
se reemplazaban las locomotoras a vapor comunes, por otras provistas de
cremalleras, esos garfios imprescindibles para trepar las cumbres hacia y desde
Chile.
Su padre,
campesino castellano cuya frase preferida ante la adversidad era “hay que arrar
con los bueyes que se tenga, ¡pero arrar!”; el mismo que cambió el sol de
Toledo, la asada y el arado, por la nieve y la llave “Stilson”, la vaca, por el
caballo de hierro en donde la fuerza del vapor se torna en movimiento.
Su madre, la
comadrona que en sus manos recibía la vida recién nacida y la que ejecutaba
también la sentencia de no traer una boca más que alimentar; porque la miseria es
así.

– madre, ¿usted me quiere? –
El pequeño
albino asmático y atormentado se llamaba Silvestre; blanco como las cumbres
andinas, silvestre como la vida salvaje que lo rodeaba, como perteneciendo a
esa naturaleza que un día lo reclamó bajo el signo de su arcano
fatal.
Lo encontraron
muerto sobre la nieve. Quizá en su último esfuerzo por aspirar el aire puro
cordillerano que se negó a entrar en sus pulmones, haya alcanzado a preguntar
por última vez, -madre, ¿usted me quiere? –
Era mi tío; en
su funeral el maestro del pueblo cantó
el tango “Silencio”.
Daniel M Forte
15/09/2019
NOTA: Las fotografías son reales; el niño de la foto es Silvestre y la de la familia es, efectivamente mi familia (la niña sentada en primer plano es mi madre). Las demás fotos corresponden a Zanjón amarillo.