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martes, 15 de mayo de 2018

EL NEGRITO LORENZO

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La historia que aquí se cuenta, en esencia es real.
El Negrito Lorenzo existió y espero que aún siga con vida.
Este relato figura en la antología Morir Cuerdo y Vivir Loco.
Daniel M Forte
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El que no sabe de amores,
no sabe lo que es martirio.
Chabela Vargas


Triste y heroica historia la del negrito Lorenzo, angoleño y comandante del ejército popular de la joven nación recién emancipada y desangrada por la guerra civil que llevó al poder al Movimiento Popular para la Liberación de Angola, en el que combatía desde los once años, cuando los guerrilleros llegaron a su aldea y hablaron de libertad, de derechos, del futuro luminoso por el que valía la pena morir.
Con ellos se fue a pelear contra los colonialistas portugueses y uno a uno fue ganándose los grados hasta que el propio Agostinho Neto, en un día caluroso y húmedo, ante la tropa formada le entregó la estrella de comandante; ese día supo lo que era el éxtasis, allí estaba su líder, al que no había visto nunca, y veneraba como a un dios. Al principio no dio crédito ante quién estaba, se lo imaginaba mucho más alto, como de tres metros, y más robusto también; su voz no sonaba como el rugido del león y esas gafas lo volvían terrenal y cotidiano, pero cuando estrecharon sus manos le temblaron las piernas.
En el ejército popular se hizo hombre. Entre combate y combate asistió a la escuela, aprendió a leer y a manejar los números. Se enamoró de Marx, de Lenin, de Voltaire, de Jack London y dentro suyo creció esa sed por la cultura que hacía brillar sus ojos, grandes y vivaces sobre una dentadura blanca que se destacaba toda vez que sonreía.
Negrito valiente, pero no gallardo, era un típico angoleño; bajo, de piernas cortas, pecho ancho y rasgos duros, casi simiescos, que se acentuaban cuando estaba enojado. Y el negro tenía motivos para estar enojado.
Los de Angola no sienten aprecio por los nigerianos, nadie dice por qué pero todos saben que en el fondo es pura envidia. El nigeriano es esbelto, musculoso, de rasgos finos y siempre miró con desdén a su primo de Angola.
Fue en un día de verano, poco después de la victoria, cuando Lorenzo y otros comandantes fueron citados al Estado mayor.
Allí se les explicó que la nación se veía en la necesidad de crear su propia fuerza aérea y que ellos habían sido seleccionados para recibir entrenamiento de pilotos de caza en la Unión Soviética; Lorenzo tembló de emoción por segunda vez en su vida: ¡ahora él iba a pilotear esas máquinas del demonio con que los colonialistas los rociaban con napalm!
Pero las cosas no siempre salen como uno las imagina. El viaje en avión fue placentero, todo novedad; los asientos que se reclinaban, el baño, la comida y la belleza de las azafatas rusas; hasta que por fin, descendió en el aeropuerto de Moscú. El negro estaba maravillado.
Cuatro horas en camión duró el viaje hasta la base de entrenamiento donde tras  una corta bienvenida, les informaron que al día siguiente harían el vuelo de bautismo. Allí empezaron los problemas.
Amanecía y el comedor de la base era toda agitación, Lorenzo devoró el desayuno con glotonería; los nervios le daban hambre. Alguien pronunció bastante mal su nombre.

Era un ruso enorme y rubio, aunque en verdad, no tan alto como a Lorenzo le pareció. Hablaba portugués arrastrando las erres, pero se le entendía. Este oficial soviético lo condujo a un vestuario y, con paciencia le enseñó a colocarse el traje presurizado, a respirar por la mascarilla de oxígeno y a ponerse el casco; luego salieron a la pista.
El MIG 25, como un enorme pájaro, esperaba haciendo brillar sus metales, rojizos a la luz del amanecer. Un camión cisterna junto a él lo alimentaba a través de una negra manguera introducida en sus entrañas. Pronto el pájaro estuvo satisfecho y el camión se fue.
Dos asistentes le ayudaron a subir por la escalerilla y le indicaron el asiento delantero, el de los estudiantes; pasaron correas por sus hombros y por sus piernas. No le gustó que lo ataran.
Otro hombre se ubicó en el asiento trasero y algo le dijo en ruso por el intercomunicador.
Los asistentes retiraron la escalerilla y se alejaron, la cabina se cerró; un leve rugido y moviéndose lentamente el pájaro se dirigió a la cabecera de pista. –No es tan terrible –pensó, –tanta fanfarria para esto-. La radio, entretanto, dejaba escuchar la conversación del piloto con la torre.
El pájaro pareció sentarse sobre su cola de donde ahora salía un rugido terrible acompañado de una larga lengua de fuego que Lorenzo no veía.
Una corta y veloz carrera en donde algo insoportable le oprimió el pecho haciendo dificultosa la respiración, y el MIG, con su nariz apuntando al cielo se elevó.
Quince minutos pueden ser una eternidad; toneles, barrena invertida, loops, picadas, nada ahorró el piloto para templar el carácter del futuro aviador, dejando, como es obvio, lo mejor para el final.
Algo empujó al avión hacia adelante y al instante una terrible explosión lo hizo temblar al romper la barrera del sonido. Luego, silencio sepulcral, y allí Lorenzo, el bravo comandante angoleño, descubrió con horror que se estaba cagando; la pastosa y caliente sustancia salía de su cuerpo sin poder evitarlo.
Intentó cerrar las nalgas levantándose ligeramente y lo único que logró fue que la mierda resbalara por sus piernas y se introdujera en las botas.
Allí estaba, volando a velocidad supersónica sentado sobre un caliente colchón de mierda.
En los últimos minutos de vuelo, el instructor decidió regalar a su alumno un paisaje digno de ser retratado. El MIG volaba bajo y a velocidad mínima balanceándose ligeramente. En el horizonte se destacaban algunas aldeas y la geometría de los sembrados; algunos tractores y vehículos varios por los caminos vecinales; en verdad un hermoso cuadro para ser observado sin tanta materia fecal entre las piernas. En un pésimo portugués, el piloto le dijo que podía quitarse la mascarilla y abrirse el traje; Lorenzo obedeció y el instructor, que también lo había hecho dio un grito en ruso y algo comunicó a la torre recibiendo como respuesta una sonora carcajada.
Descendieron.
El Comandante Lorenzo caminaba a pasitos cortos con las piernas abiertas como si hubiera montado a caballo, percibía cerca suyo la sonrisa burlona de los rusos, no muy disimuladas por cierto. Alguien lo palmeó y le dijo que –no se entristezera usted, pasan cosas tales en primer vuelo –.

Ya solo en el vestuario, se desnudó y arrojó todo su equipo a un gran piletón de cemento,  lenta y angustiosamente lo fue lavando en un último acto de dignidad en donde las lágrimas se aunaron con el agua marrón que brotaba de las prendas. Terminada la tarea se duchó, y un largo rato estuvo sentado en el piso, con el agua caliente y sus lágrimas mezclándose sin consuelo.

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Hepatitis; ¡sólo eso le faltaba!
Fue a los pocos días del vuelo de bautismo, lo llevaron a un enorme hospital en Moscú. Allí conoció a Rubén, su ocasional compañero de habitación; argentino, militante del PC en viaje de estudios y padeciendo el mismo mal. Se hicieron amigos.
Con Rubén la mayor parte del tiempo la pasaban en una salita junto a otros enfermos, un verdadero crisol de nacionalidades. Había haitianos, chilenos, búlgaros y hasta un enorme nigeriano, alto y alegre que estudiaba en la Universidad Lumumba y que no dejaba de bromear con Lorenzo. Así transcurrían sus días de internado hasta que otro mal mucho más dañino lo atacó.
Fue en el pecho, ligeramente del lado izquierdo en donde el negro recibió un lanzazo mortal, preciso, fulminante. Se llamaba Irina, la pollera más cortita y el rostro más bello del hospital. Rubia, ojos grises, hoyuelo en el mentón y una sonrisa encantadora. El negro se enamoró.
De día, de noche, de tarde, Rubén soportaba estoico la charla monotemática; a veces insinuaba algún consejo para que el negro se callara. Mala idea: sólo alimentaba ese fuego que a Lorenzo le consumía las tripas.
Un día, el negro consiguió flores y se las obsequió a la linda enfermerita que le sonrió amable, prudente, distante y educada. El tocó el cielo con las manos.
Hasta que se decidió, fue hasta la oficina de las enfermeras donde había visto entrar a Irina y le confesó su amor, torpemente intentó besarla. Ella lo apartó y lo reprendió en ruso; su cara estaba roja de vergüenza y de ira. Lorenzo no entendió las palabras pero sí el mensaje. Volvió a la habitación y se arrojó en la cama y en el abismo de la desesperación.
Dos silenciosos días pasaron hasta que la siesta de Rubén fue triturada por una mano negra que lo sacudía. Se incorporó somnoliento empezando a comprender la actitud del Ku-Klux-Klan. A desgano abrió los ojos.
Lorenzo le contó lo sucedido en la oficina y esbozó su interpretación del hecho.

– ¡Esa mina es racista!

Lo dijo con convicción, como se dice la conclusión de un elaborado análisis.
Curioso que se hubiera referido a Irina como mina, porque en alguna charla con Rubén, le había causado mucha gracia ese término con que los argentinos llamaban a las mujeres, luego lo reprendió acusándolo de machista atrasado;

–Una mina es un agujero en la tierra. Para un revolucionario la mujer es más que sólo un agujero.

– ¡Racista!

Rubén lo miró perplejo.

– ¡No seas cretino, negro! Estamos en un país socialista.

– Sí hermanito, pero todavía deben persistir resabios racistas; por ejemplo, ¿has visto algún dirigente soviético que sea negro? ¡Es así! Tú me has llamado negro, y no eres racista, lo sé por la forma en que pronunciaste la palabra negro. Una mujer puede llamar negrito, negrazo o mi negro al macho que la perfora; un padre llama  negrito a su hijo, pero lo hace de una manera distinta a como lo pronunciaban los colonialistas, ¿me entiendes?

– ¡Es racista!, y yo  hablaré con mi embajador, esto no queda así, no puede permitirse.

¿Qué decirle a alguien que se aferra a una convicción cuando la verdad es dolorosa? Rubén guardó silencio mientras Lorenzo desarrollaba en profundidad la idea. Horas después, tras la cena, se durmieron. Pero la tierra soviética y la revolución angoleña se empeñaron en negarle al convaleciente argentino un poco de descanso. Casi a medianoche fue despertado.

–Algo extraño está ocurriendo, acompáñame.

Fueron hasta la oficina de enfermeras, furtivos, silenciosos; la luz se colaba por una ventana que daba al pasillo, mal tapada por una cortina interior. Cada uno miró hacia adentro por las rendijas descubiertas en los costados.
Sorpresa, estupor, angustia y morbo se repartieron en partes desiguales al observar la escena. Allí estaba Irina con aquel nigeriano, de espaldas a él y apoyada en una mesada. La pollerita blanca levantada dejaba ver unos hermosos muslos mientras que de la boca semiabierta salían sensuales gemidos.
Rubén, con sorpresa, dijo algo que Lorenzo no escuchó.

–Le está rompiendo el orto

Daba igual, la escena era explícita por sí misma. Volvieron a las camas.
Al otro día, muy temprano, el Comandante Lorenzo, héroe de la independencia de Angola, abandonó el hospital.

No se despidió de nadie.


                                                                                     Daniel M. Forte
                                                                                          11/10/12



     

1 comentario:

Pido disculpas por no agradecer sus comentarios, por motivos que desconozco, mi propio blog no me lo permite