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sábado, 5 de mayo de 2018

BROMA MACABRA


Publicado en la antología "Morir Cuerdo y Vivir Loco"

La oficina era amplia y soleada, lujosa en comparación con otras del Departamento, pero años y galones vienen acompañados de algunos privilegios y cuando eso ocurre, hay que disfrutarlos. Sin embargo, al igual que en los más humildes sucuchos asignados a los oficiales novatos, flotaba en el ambiente ese olor característico de ciertas reparticiones públicas; fragancia azul rati, le llamaban.

              – ¿Sabe doctor lo que más extraño de los viejos tiempos? Escuche.

El Comisario Varela se llevó el dedo índice a su oreja.

                            –No oigo nada.

– ¡Exacto! Eso es lo que extraño, el tableteo de las máquinas de escribir. Hoy es todo informática y los dinosaurios como yo no hacemos buenas migas con esos aparatos.

–Es que estamos pasados de moda, Comisario, yo también extraño aquellos tiempos, eran, ¿cómo decirle?, más románticos. Los forenses usábamos los ojos, el olfato, el tacto; estábamos más atentos al detalle. Hoy los nuevos, si no tienen toda esa aparatología no saben hacer un diagnóstico.

Varela hizo silencio mientras el doctor Gutiérrez colocaba su portafolios de cuero marrón, que había visto mejores tiempos, sobre el escritorio. “Los polis somos crueles –reflexionaba–. Miren si no a este buen doctor, buen tipo, eficiente, ¡casi genial! y sin embargo, lo llamamos Muerte espantosa. ¡¿Quién habrá sido el hijo de puta que le puso ese apodo?!”

Las manos del doctor, amarillas por años de cloroformo, de hurgar tripas descompuestas y serruchar huesos, sacaron un sobre del portafolio.

                  –Mi informe del caso D’angelo.

                  –Después lo leo en detalle, deme un pantallazo de lo que averiguó.

Gutiérrez abrió el sobre y le entregó al Comisario varias fotografías.
      

           –Clara D´angelo, veintidós años, profesora de gimnasia. El novio
           la encontró muerta en su departamento.

            –Por lo que veo, acuchillada.

                  –Son heridas poco profundas. Murió por estrangulamiento.

                  – ¿Abusaron de ella?

     

            –Tomamos muestras de semen en la cavidad bucal, en la vagina 
            y en el ano.
            Aparentemente fue sexo consentido, en el ano hay restos de vaselina.
            Por las marcas en el cuello, el agresor es de talla baja. 
            La dilatación de las cavidades muestra que el hombre no está 
            muy bien dotado, es más, su pene es bastante pequeño.

                  –Comprendo, petiso y de pija corta. Buena arcilla para moldear 
                  un psicópata.

                  –Y eso no es todo, el tipo es estéril. Su fluido seminal no contiene
                    espermatozoides.

                  – ¡Cartón lleno!                

–Observe las fotos, la estranguló por detrás, luego la acuchilló en la espalda,
no quiso ver su rostro mientras lo hacía.

                  – ¿Tenemos el arma?

                

           –Un cuchillo de cocina. Hay varios iguales en el departamento de la
           víctima. Está limpio, ni una huella digital.

-                                     –O sea, no hubo premeditación. ¿Indicios de robo?

                  –Todo está en orden, me inclino hacia el crimen pasional.

                  – ¿El novio?

                  –Es jugador de básquet, debe medir como dos metros. Igual ordené 
                  un ADN.

                  – ¿Hora del deceso?

                  –Entre las diecinueve y las veintiuna.

                  – ¡Permiso, mi comisario!

La sargento González esperó en la puerta, un leve ademán de Varela hizo que entrara a la oficina. La mujer esbozó una sonrisa suplicante.

                  – ¿Puedo pasar a su baño?

Varela sonrió

                  –No sé por qué lo llamás mi baño. Cuando me dieron esta oficina me dije:
                 ¡con baño   privado! Y resultó ser que se convirtió en el baño del pueblo.

                  –Es que el de los pasillos, es…

                  – ¡Dale, pasá!

Un rato después, la mujer, más aliviada, agradeció al Comisario y se retiró.

                                                                       -------------------

Marcela sentía que un pulpo furioso nadaba por sus tripas. Días antes, que a la distancia parecían siglos, era una chica normal. El trabajo, las salidas con amigos y la vida cotidiana sin sobresaltos. Y allí estaba, sentada frente a dos policías y Clarita muerta, asesinada.

                  –Soy el comisario Varela, él es el Principal Müller y estamos a cargo de la
                    investigación del crimen de Clara D´angelo.

La muchacha bajó la cabeza.

                  –Sé cómo se siente, pero necesitamos su colaboración para esclarecer el hecho.
                    Por favor, diga su nombre.

                  –Marcela Sánchez.

Entregó su documento a Müller, cuyos rápidos dedos bailaron sobre el teclado.


              –Según los datos preliminares, usted fue la última persona que vio
              con vida a Clara.


                  –Estuvimos toda la tarde en el departamento, me fui a eso de las siete, a mi casa.

                  – ¿Notó algo raro en su conducta?

                  –No, estaba como siempre, linda, alegre, buena. ¡Y ahora ya no está!

La joven sacó una cajita de pañuelos descartables de su cartera, extrajo uno y se enjugó las lágrimas. Un agudo zumbido retumbó en sus oídos.

                  –Me siento mal, ¿puedo pasar al baño?

                  –Adelante, es esa puerta.

El comisario no pudo dejar de pensar “¡Otra que me usa el baño! Si cobrara entrada me hago rico.”

Marcela volvió con mejor semblante. Concluido el interrogatorio firmó la declaración y se fue.

                                                      -------------------

La escena del crimen, una más de las tantas presenciadas a lo largo de treinta y dos años. Al final todas se parecen.

El departamento estaba en orden, un dos ambientes en contrafrente, limpio y cuidado con pulcritud femenina, como si nada hubiera allí ocurrido. Salvo por el contorno de tiza dibujado en el suelo del living nada delataba la tragedia. Müller, con una gruesa carpeta en sus manos informaba a su jefe.
             

–La puerta no fue forzada. En el picaporte sólo están las huellas del novio, Omar Perrone, y en las canillas de la cocina encontramos otras, junto con algunas gotas
de sangre que no son de la víctima ni del novio.

El comisario quedó pensativo.

                  –La amiga se fue a las siete más o menos, la portera la vio salir a esa hora. 
                  El  novio denunció el hecho a las nueve. 
                 ¿Qué ocurrió entre esas dos horas?

                  ¿Interrogaron a los vecinos?

             –Sólo a los del 2º A, no estaban a esas horas. En el 2º C no había 
              nadie cuando fuimos.
           
                  – ¡Y no se les ocurrió volver! ¡Vamos!

El hombre abrió la puerta y palideció. Era bajito, menudo y de ojos saltones. “Lombroso se haría un picnic con esta caripela”, pensó el Comisario.

                  –Sí, conocía a Clara, era una buena mina.

                  – ¿Qué trato tenían?

                  –El normal entre vecinos.

                  – ¿Estaba usted ese día entre las siete y las nueve?

                  –Sí.

                  – ¿No escuchó nada?

                  –No, o sí. Bueno, sentí una discusión a eso de las seis más o menos; dos     
                   mujeres, supongo que una era Clara.

                  – ¿Nada más?

                   –No.

                  –Déjele sus datos al principal y disculpe la molestia.

Marcela Sánchez, en un segundo interrogatorio, pidió perdón por el olvido y reconoció haber discutido con Clara.
                 

–No estaba bien, señor comisario, le juro que me olvidé. ¿Qué importancia
puede tener una tonta discusión entre mujeres? Yo ya ni sé por qué peleamos.



                  – ¿Pelearon?

                  –Discutimos, nada más. Luego me fui.

Varios días pasaron con la investigación empantanada. Una mañana Müller entró a la oficina de Varela llevando un expediente en sus manos y con aire triunfal.

                  – ¡Lotería, jefe!

                  – ¿Escabiando temprano?

                  –No, pero le aseguro que da para un brindis. Mire

Prácticamente le arrojó la carpeta en las manos.

                 –El del 2º C, Atilio Grossi, tiene antecedentes. Hace diez años vivía en Temperley y la vecina de su departamento, una piba de veinte, apareció violada y ahorcada. Todos sospecharon de él pero el juez lo declaró inocente. No dejó un solo rastro el hijo de puta.

             

             –Acá dejó su semen. ¿Un descuido? ¿O no fue premeditado y entonces 
                   aprovechó la oportunidad sin haberse preparado?

                  –Tal vez tuvo que salir rápido.           

– ¿Y limpiar todo, hasta el picaporte? A propósito, ¿qué pasó con las huellas
y la sangre en las canillas de la cocina?

                  –Las están analizando.

…………………...

Atilio Grossi, con las manos esposadas en la espalda y un pullover tapándole la cabeza, fue introducido al patrullero ante la mirada de los vecinos y los flashes de los periodistas.
En una bolsa de residuos lista para ser sacada, la policía halló una copia de la llave del departamento de la víctima.
     
      –Ella me pidió que le cambiara los cueritos de las canillas de la cocina. Yo intenté desarmarlas con una pinza, pero me lastimé el dedo, así que le dije que iba a conseguir una
llave francesa y al otro día se los cambiaba. Me dio la llave porque no iba a estar. Los cueritos los compré en la ferretería de la vuelta, pregunte al ferretero si miento.


                  – ¿Tanta confianza había como para que te dé la llave?

                  – ¡Qué sé yo! Ella me la dio.

                  – ¿Y por qué la tiraste?

                  –Me asusté, hace tiempo me acusaron injustamente de algo que no hice.

                  –Sí, se nota que sos un angelito. ¿Qué pasó? ¿Te calentaba ese culo paradito y                      como no te dio bola te la cargaste?

                  – ¡Yo no hice nada, se lo juro!

Tres días después el juez ponía en libertad a Grossi, no hubo empatía entre su ADN y el del semen hallado en la víctima.

                  –Mi estimado Müller, estamos como cuando vinimos de España.

Al poco tiempo, apareció un agente de policía en el despacho del comisario, le dijo que alguien podía aportar datos para su investigación.
       

–Vi por el noticiero al novio de la piba que mataron, no quería meterme pero mi mujer me convenció. Yo lo llevé ese día en el tacho. No iba solo, lo acompañaba un pendejo
de no más de trece o catorce años, muy flaquito.

                  – ¿A qué hora fue eso?

                  –No más de las ocho y media de la noche.

La pesquisa se puso en marcha. Hurgando y hurgando dieron con el utilero del club donde el novio de Clara jugaba al básquet, un hombre mayor con una delatora ronquera ganada a fuerza de tabaco y vino barato.

                  –Omar es un tipo que no hace prisioneros, tiene facha y buena labia, las minitas                   se le regalan y aparte, por lo que dicen, es medio fiestero el hombre.

                  – ¡Ahá! Y eso qué tiene que ver con el asunto.     

–Tiene un primito que se llama Eugenio al que quiere mucho y que también viene al club. Ese día escuché que le decía que lo iba a llevar a debutar con una mina a la que
le había hecho el verso del noviazgo.

Ni bien se fue el utilero, Müller y Varela intentaban sintetizar los datos.

                        – ¡Cómo no se nos ocurrió! Buscábamos a un tipo bajito, ¿por qué no un pibe?

                  –La piba no quiso, o sí,  y el pendejo, vaya a saber por qué, se rayó y la mató.

                  – ¿Y el novio por que no lo paró?

–Debe haberse ido, para que estén más íntimos, luego volvió y al verla muerta le dijo al pibe que se vaya e hizo la denuncia.
                  –Eso cierra.

En la sala estaban presentes los abogados, el fiscal, el representante de la defensoría de menores y los dos policías. Eugenio no paraba de llorar.

                  – ¡Ya se lo dije! Entramos y la vimos muerta, Omar me dio plata para el taxi y me         dijo que no se lo dijera a nadie. Yo me fui a mi casa.

El menor fue entregado a sus padres quienes consintieron en que se le extraiga una muestra de ADN. El resultado fue negativo. A Omar lo demoraron y se le inició una causa por falso testimonio.

En el despacho del Comisario reinaba el silencio. Müller se veía abatido. Varela le habló cariñosamente.

                  –Estas cosas pasan, muchacho. En treinta y dos años de carrera, ¿sabés cuántos               casos tuve que cerrar sin resolver? Este oficio a veces es muy ingrato.

Müller se puso de pie.

                  –Si no se opone me retiro.

                  –Andá nomás.

Al llegar a la puerta se volvió.

                 –Es posible que las cosas sean así, pero que un asesino quede impune es una cagada.

                  –Es la vida, muchacho.

El principal ya descendía por los primeros escalones cuando el rugido de su nombre lo detuvo en seco. Corrió hasta la oficina de Varela. Lo encontró de pie.

                  –¡¿Qué dijiste cuando te ibas?!.

                  –Nada, que está mal que un crimen quede impune.

                  –¡No dijiste eso! ¡¡Dijiste que era una cagada!!  ¡Llamá a Muerte espantosa ya!

La charla telefónica fue breve.

                  –Pero entonces, ¿es posible?

Varela colgó.

                  –Llamá al juez y pedile una orden de allanamiento.

Era una casita de estilo inglés, construida por el ferrocarril a principios del siglo veinte en un barrio para sus trabajadores.
Marcela abrió la puerta, vestía una camisa anudada que dejaba ver su vientre y un diminuto pantaloncito; las sandalias que calzaba daban lustre a unas piernas perfectas. Parecía una muñeca.

                  –Hola Marcela, ¿podemos pasar?

                  –Estoy ocupada, comisario.

Müller le entregó la orden de allanamiento y pasaron al living.             

–Ella es la doctora Silvera, del cuerpo médico forense. Si estás de acuerdo te va a revisar. Podés negarte, pero entonces tendremos que detenerte y hacerlo en presencia
de tu abogado.

Marcela se sentó en un sillón, tapó su rostro con ambas manos y rompió en llanto; luego, comenzó a hablar a borbotones.

                 –¿Sabe lo que fue mi vida? ¡Un calvario! A los quince me enamoré de un chico, lo                amaba con  toda la pasión de la que puedo ser capaz. 
                Una noche, en la plaza me tocó… ahí; me dijo puto de mierda y me dio una trompada. Caí al piso y me pateo hasta que se cansó, no me dio tiempo de explicarle. Todo fue horrible hasta que conocí a Clara. Abrió la cortina de la ducha del club y me vio, no dijo nada pero después hablamos mucho. Le fascinaba ver que yo tenía los dos sexos, que podía gozar como hombre y como mujer. Con ella gocé y la hice gozar, pero todo cambió cuando conoció a Omar. Le dije que no le convenía, que para mí no era un buen tipo. Ella se enojó mucho, me dijo cosas horribles: que él por lo menos era un macho con una poronga enorme y no esa porquería que tenía yo que no le hacía ni cosquillas. Luego se rió, dijo que era una broma de la naturaleza, ni hombre ni mujer, una aberración, un monstruo. Lo demás, ya lo saben.


En la oficina de Varela, el principal Müller daba los últimos toques al informe del caso.

                  –¿Cómo lo supo, comisario?     

–Fue por algo que dijiste, ¡una gran cagada! Me acordé que cuando Marcela vino por primera vez pasó al baño. Al rato fui yo y vi algo que siempre me enfurece: la tabla del inodoro salpicada de pis. Me enojé tanto que pensé en llamarlos a todos y cagarlos a pedos, pero después seguí con lo mío y me olvidé hasta que vos dijiste eso que me hizo saltar la ficha. Era evidente que Marcela orinaba de pie. Luego lo llamé a Gutiérrez y eso completó el cuadro: el miembro pequeño, el semen estéril, el cuerpo menudo.
              

–El diagnóstico, según Gutiérrez, es seudohermafroditismo. Esos fenómenos, me dijo, se perciben en el nacimiento, y cuando es así se amputa el pene. Pero a veces, recién se
manifiestan en la pubertad, por eso fue anotada como mujer.

                  –Lo importante, jefe, es que se resolvió el caso.

               –Muchacho, hay algo peor que no resolver un caso, y es resolver un caso que uno 
               no hubiera querido resolver.



Hermes, Dios de viajeros, comerciantes y ladrones se unió con Afrodita, Diosa del amor, y así nació un hermoso joven al que llamaron Hermafrodito, hijo de Hermes y Afrodita.
La náyade Salmacis se enamoró perdidamente del muchacho, pero no fue correspondida. Entonces, presa de un inmenso dolor pidió a los Dioses que unieran su cuerpo al de su amado.  Su deseo fue concedido. Desde entonces, Hermafrodito posee los dos sexos.


Daniel M. Forte
   05/09/10









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