DOS ESTRELLAS FUGACES
Un cuento de Navidad
Veinticuatro de diciembre; casi las doce en estas latitudes.
Noche de paz, noche de amor.
Una persistente y fría llovizna azota de a ratos aquel
agujero cavado en esa tierra arcillosa; el improvisado techo de troncos y lona
embreada gotea en varios lugares y convierte al suelo
en una pasta pegajosa. Un fogón irradia su tibieza y hace brillar las pupilas
de los seis soldados sentados en círculo a su alrededor. Están felices, les han
dado vino y chocolate, tienen carne en conserva, pan fresco y esa felicidad
colectiva que se mezcla con las tristezas personales emergentes del recuerdo.
Allí están, sintetizados en su condición de carne de la guerra, el estudiante,
que opera los controles de la batería, aquel que alguna vez para esta fecha
destrozando el papel del envoltorio recibió ese trencito a pilas y el
campesino, que no recuerda regalo alguno pero añora la chacra, las vacas y los
amaneceres del campo. Cada tanto, alguno abre su lata y come en silencio
acompañando el bocado con un trago de vino, luego vuelve la vista nuevamente al
hipnótico fuego.
Afuera, el viento sacude la lona que tapa el cañón
antiaéreo; hay tregua, es lo que dijeron, hoy su boca redonda amordazada no
rugirá escupiendo sus mortales luciérnagas; mas allá, la lluvia castiga toda
esa devastada geografía oscura y profunda en donde los bosques circundantes
apenas se perfilan en el horizonte.
¡No vaya a chocar con Santa Claus!, ¡buena suerte!, fue lo
último que escuchó por la radio; chiste fácil y estúpido, pero no culpaba a
aquel operador; el también estaba allí en Nochebuena lejos de los suyos. La
luna, en toda su redondez brillaba en lo alto desparramando su tenue
luminosidad dentro de la carlinga. Volaba por sobre esa espesa capa de nubes a
velocidad de crucero, llegado el momento bajaría a ras del suelo y una vez
identificado el blanco soltaría el misil. Mientras tanto, esperar.
Frente a el, como hecho a medida, un pequeño rectángulo en
el panel, libre de instrumentos, exhibía pegada una fotografía desde donde una
mujer rubia, vestida con un corto pantaloncito y con una niña en brazos le
sonreía.
Uno de los soldados se puso de pie dejando sobre el piso la
botella de vino; estiró su cuerpo y sintió crujir los huesos; algunos
levantaron en silencio la mirada y volvieron a sus voces interiores. El soldado
se ajustó el capote, cubrió su cabeza y salió; el chapoteo de sus pasos resonó
en el refugio. Ya afuera, aportando sus aguas al terreno y sintiendo la
llovizna empaparle la cara, miró el cañón tapado con la lona que se sacudía
como un patético espantapájaros y sintió que toda esa noche era una gran
mentira, nada de paz, nada de amor, nada de alegría; hasta la posición era solo
un señuelo; las verdaderas baterías antiaéreas estaban ocultas en los bosques.
¿Sería acaso la tregua de la que hablaron también una mentira? Miró al cielo y
sintió frío, pesadamente volvió a su lugar junto al fogón y se bebió de un
trago el vino que aún quedaba en la botella.
Empujó con suavidad hacia adelante la palanca y el pájaro de
duraluminio se introdujo entre las nubes, primero una lechosidad dorada lo
envolvió, luego la oscuridad total y las gotas de lluvia dibujando líneas rectas
verdosas y fosforescentes por efecto de la luz del instrumental en el vidrio de
la cabina. Por costumbre miró hacia abajo y pensó que en guerras pasadas,
cuando los aviones no eran más que tres maderas cruzadas, la vida se exhibía en
un honorable romanticismo; los sentidos y la destreza del piloto lo eran todo;
se veía cara a cara al enemigo. Ahora, bajo su nave todo era oscuridad, sus
oídos, sus ojos y hasta su intuición se subordinaban al instrumental, el
enemigo quedaba reducido al termino “objetivo”, como si despersonalizándolo se
diluyera el simple hecho de matar.
En el refugio, el pesado silencio se parte de a ratos por el
crujir de los maderos del fogón, cuya luz rojo amarillenta proyecta en las
paredes sombras alargadas y oscilantes como negros espectros danzarines. En uno
de los rincones, la verdosa pantalla del radar gira su monótono haz. Alguien,
como respondiendo a una melodía interior empieza a cantar en voz muy baja; otro
lo sigue desafinando y palmeándole el hombro; un tercero levanta la mano
empuñado su botella de vino, copia el ritmo y en el vaivén el líquido despide
destellos ambarinos. Ahora todos cantan a voz en cuello.
Una seguidilla de beeps
y el rectángulo sobre un punto luminoso en la pantalla. No necesita pensar,
sus manos actúan por cuenta propia en la maniobra tantas veces repetida
mientras los ojos se detienen en el pantaloncito que viste la mujer de la foto
y una sucesión de imágenes lo asalta desde la memoria.
La panza del avión se ilumina y despide al misil que ya
vuela hacia su objetivo dejando una estela tras de sí, como patético remedo de
aquella estrella que siglos atrás guiara a los magos de oriente.
Los soldados se animan; miran la hora, se abrazan,
descorchan botellas de vino y comen chocolate. Desde el silencio de la noche llega
el eco de lejanas campanadas. Sus sentidos, hundidos en el frenesí del festejo
no ven esa extraña luz, como bengala, que parte súbitamente desde el lejano
bosque y hacia el cielo.
La alarma sacudió el aburrimiento del piloto y su corazón inició
un galope incontrolable;
- ¡no puede ser! –
dijo en voz alta mientras giraba su cabeza mirando hacia aquella oscura
vastedad. El espejo retrovisor proyectó un punto luminoso que no admitía dudas;
un lebrel electromecánico siguiendo el calor de sus turbinas volaba hacia él
para matarlo.
En la noche, lluviosa, fría e impenetrable se destacaron dos
estelas de luz, dos estrellas fugaces llevando el mismo presente navideño; una
hacia el refugio y otra hacia el avión cumplen el mandato de sus amos estampado
en sus cerebros electrónicos y concentrado en un solo concepto. Matar.

La máquina tembló con las alas perpendiculares a la tierra,
sintió el efecto de la aceleración en la forma de una insoportable presión en
el pecho y un agudo silbido interior; su vista se nubló y creyó ver que la
mujer de la foto caía de rodillas profiriendo un alarido de desesperación.
Son las doce en punto en estas latitudes; en los pueblos
aledaños la gente se abraza, recuerda a los ausentes y disfrutan la presencia
de los seres queridos. Las bebidas desbordan las copas, los niños juegan
esperando sus regalos. Dos estrellas fugaces cumplen su misión, así en la tierra como en el cielo. Dos
estruendosas y simultáneas explosiones coronan el momento iluminando esa
realidad. Es el veinticuatro de diciembre, son las doce, noche de paz, noche de
amor.