Daniel M Forte
13/09/10

Ocho largos meses duró el sitio a Ukmelen, la ciudad del río
caudaloso; sus muros resistieron pero el hambre los venció y debieron pagar
tributo para no ser saqueados; y allí marchan los guerreros negros, los hombres
de Bernem en su viaje de vuelta; vuelven con oro, con piedras preciosas y con
Hexena, la reina blanca sacrificada como rehén para salvar la ciudad.
Merban es la faja estéril que separa dos vergeles, las
tierras bajas en donde se alza Ukmelen, la vieja señora de esos lugares, y,
cruzando el desierto hacia el norte, Bernem, la ciudad de los guerreros negros,
adoradores de Vezrem, la Reina – Diosa de ébano.
Hexena, en el carruaje que la transporta al cautiverio mira
al horizonte sin abandonar su altiva postura, los guerreros la miran de reojo;
ella sabe la suerte que el destino le depara.
El paisaje muta del amarillo yermo al verde vital, el aire
se torna agradable; a lo lejos, las torres de Bernem emergen del horizonte como
un vidrioso espejismo; la caravana se detiene. Después de un aquelarre de
gritos, corridas, sonidos de metal y retumbar de bestias, la columna adquiere
aspecto marcial. Un alto oficial abre la portezuela del carro de la ilustre
prisionera, hace una respetuosa reverencia.
- Mi
señora, es el momento.
Bajó con dignidad, cuatro hombres con corazas doradas la
escoltaron hasta un carro. Era una plataforma ricamente adornada uncida con
cuatro corceles blancos; en el centro emergía una columna de la que colgaba una
cadena terminada en dos grilletes. Se detuvo frente a la pequeña escalerilla y
lentamente se despojó de sus vestidos; un guerrero la ayudó a subir y le puso
los grilletes; quedó asida a la columna sin perder su altivez.
Cuando las pesadas puertas se abrieron y la formación
ingresó a la ciudad el pueblo estalló de júbilo; los más viejos, con el
recuerdo aún vivo del vasallaje que sufrieron cuando Bernem tributaba a Ukmelen
lloraban de alegría, pero, al pasar el carruaje con aquella reina blanca
desnuda y majestuosa, callaban; ella, con su frente en alto miraba al vacío.
La calle principal desbordaba; una fila de guardias reales
flanqueaba el paso a la columna; un sonido seco y repetido de cascos resonaba
en la piedra del pavimento; la caballería encabezaba la formación con el
general en jefe al frente; luego los infantes, con sus lanzas levantadas, sus
escudos de bronce y su paso marcial; mas atrás, los carros repletos de vasijas
con oro, piedras, marfil y el tesoro principal, la reina Hexena, la reina
blanca encadenada desnuda a una columna y mas atrás, los músicos perforando el
aire con sus tambores sus pítanos y trompetas, explicitando con fastuosidad esa
escena sublime y dramática; y todos, todos; soldados, oficiales, infantes,
caballeros montados, escuderos, esclavos y hombres libres marchando, como
atraídos por un imán, hacia el palacio de Vezrem.
Vezrem, la
Reina-Diosa , señora
de los guerreros negros; la que con humildad al fin de la cosecha se entrega a
los veinte mejores cosechadores; quien mejor alimente al pueblo poseerá el
cuerpo de la diosa, y los soldados y oficiales destacados en el campo de
batalla también saciaran su apetito en la carne real.
La caravana dobla y se forma frente a las escalinatas de
palacio; en lo alto, sentada en su trono de piedra cubierto con pieles de
leopardo Vezrem los observa con majestad. Los esclavos cargan las pesadas
vasijas y las depositan formando dos hileras paralelas en los costados del
trono; queda libre el camino al trofeo principal.
El carruaje triunfal detiene su marcha frente al trono y
Vezrem se incorpora. Su túnica dorada apenas la cubre. Hexena, liberada de los
grilletes sube con paso altivo por la escalinata; el silencio es total. Al
llegar al trono se postra.
- Aquí
estoy reina Vezrem, me entrego a ti para que no destruyas mi ciudad; toma mi
vida, pero no dañes a los míos.
Los ojos marrones de la reina blanca miran taladrantes, aun
en el ruego no pierde su altanería.
Otro par de ojos, celestes y felinos sostienen la mirada con
rostro impasible.
En las audiencias, en los festejos, en las reuniones
protocolares o al recibir embajadores de lejanos lugares, la Reina-Diosa
se presenta en su trono de piedra cubierto con pieles de leopardo; a sus pies,
recostada, desnuda y con un collar de oro en el cuello del que pende una cadena
firmemente empuñada por una mano de ébano, reposa la reina blanca; su rostro a
veces sonríe malicioso. Por las noches, en la soledad de los aposentos reales, donde no llega el protocolo, cuando su lengua recorra lentamente cada punto de
placer, su captora mutará en esclava gimiente y ansiosa, una dócil, sumisa y
sensual esclava.
Lo lei salteado, me parecio muy bueno. Cuando tenga tiempo me lo leo de corrido.
ResponderEliminarInteresante relato.:)
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